De un tiempo a esta parte observo que los niños hablan a gritos. Y cuando están excitados emiten un grito agudo tremendo que rechina en las neuronas produciendo dolor. El grito infantil está de moda desde hace dos o tres años. Y se prodiga con la complacencia de los padres ante el protagonismo espontáneo de sus adorados hijos, a los que se les permite cualquier acto de mala educación dentro y fuera de sus casas. En España ya se sabe que los hijos son los reyes de la casa. Tradición que produce niños caprichosos y nada respetuosos con los demás. Cuando yo era niña si chillábamos sin tono ni son, mi padre nos daba un sopapo, y nos ateníamos a las consecuencias.

Ahora se reproducen niños que se creen los reyes del mambo en cualquier lugar o circunstancia, y chillan todo el rato o hablan muy alto para centrar el interés, no ya solo de sus padres o hermanos o amigos, sino de todos los que tengan la mala suerte de estar cerca, aunque no les obligue parentesco alguno. Gritan en el autobús, por la calle, en los restaurantes, en las salas de espera de los centros de salud, sin que sus padres se molesten en decirles que es necesario bajar la voz o que no se debe gritar tanto; incluso a alguna madre he oído decir que es una expresión de autoafirmación de su personalidad y que hay que dejarles que se expresen todo el rato.

Claro que en este país se acostumbra a hablar a gritos, y por esta razón no se puede entablar una conversación en un bar lleno de gente sin dejarte la garganta en el empeño. Un mal ejemplo lo tenemos también en las tertulias televisivas en las que los charlatanes de la pantalla se quitan la palabra a gritos, y, claro, se impone el que tenga la voz más fuerte o el que más grita sin aportar argumentos, ni exponer reflexiones, ni debatir con razonamientos. Hablar no es gritar; lo mismo que cantar no es gritar. Habrá que empezar a tener claros los conceptos para valorar la palabra.

Tengo una amiga en Madrid que cuando entra en un restaurante lo primero que señala al camarero es que la coloque en una mesa alejada de posibles niños. No porque les tenga manía (ella es madre de tres hijos, y abuela amantísima de sus nietos), sino porque si sus padres no los educan, ella no tiene porqué soportarlos durante una agradable comida. Así pues no es de extrañar que en algunos países haya hoteles donde no se admiten niños (habría que añadir maleducados) para tranquilidad de sus clientes, aunque no me parece una solución acertada cuando es mucho más fácil enseñar desde la infancia que el no existe también para ellos. Como cantaba Serrat al niño que incordiaba con la pelota: "esto no se hace, esto no se dice, esto no se toca". Y punto.

Espero que la moda del grito infantil agudo termine pronto para la salud auditiva del personal, y no acabemos todos como en el célebre cuadro de Edvard Munch, El grito, donde el pintor noruego inmortalizó a un hombre desesperado tapándose las orejas y con el rostro desencajado.

Periodista y escritora