Los procesos sociales son como los geológicos, se cuecen a magma lento en el interior, pero cuando emergen lo hacen de manera tan imprevisible como violenta. El terremoto catalán también se fue forjando poco a poco… La tremenda sacudida de la crisis de 2008 había cuarteado el triple consenso de la Transición -social, político y territorial- haciendo salir un gas de rupturas: 15-M, mareas, independentismo… Tras la megacrisis el mapa geológico de España había cambiado, adaptándose a la realidad social de las corrientes subyacentes emergidas. La irrupción de Podemos había mostrado los jirones de las medidas de austeridad en el tejido social, así como el cuestionamiento del orden neoliberal que lo había hecho posible con la mayoría absolutista del PP. Ese cuestionamiento del statu quo merkeliano/rajoyano también acarreaba el del marco constitucional y el del régimen monárquico (que tuvo que ser reseteado tras mostrarse las vergüenzas del juancarlismo). Por primera vez se hacían visibles discursos que cuestionaban el establishment constitucional/borbónico, poniendo de relieve las contradicciones del régimen que los interminables casos de corrupción no hacían sino refrendar. Por otro lado, la ofensiva podemita estaba siendo tan eficiente que fue necesario crear una némesis desde el corazón del sistema para aparentar que este se renovaba: así nació Ciudadanos. Los movimientos de placas, impelidas por la crisis en su clímax, hicieron perder la hegemonía del PP, abrieron vías de agua en el PSOE --las socialdemocracias europeas tendían ya al hundimiento-- y pusieron en el mapa parlamentario a los nuevos actores: C’s y Podemos. Como es habitual en estos procesos, quien está en medio recibe las mayores presiones geológicas y así asistimos al culebrón de los socialistas con la cacería, crucifixión y resurrección de un Pedro Sánchez multipolar.

Cuando la carcoma de la corrupción cercaba a un presidente llamado por vez primera a declarar a la Audiencia Nacional, cuando todo apuntaba a un pacto de izquierdas entre el renacido Sánchez e Iglesias reentronado, cuando, en fin, parecía que se había logrado cierta isostasia geológica tras años de actividad incontrolada… Entonces se produjo el seísmo catalán. No fue un temblor sorpresivo, sino largamente anunciado, pero pareciera que todos se habían contagiado de esa tranquilidad de pudridero marca de un Rajoy que había sido uno de los instigadores de esas furias secesionistas que amenazaban con descabalar la democracia borbórnica. La fase final del procès, con la amenaza de la DUI cual espada de Damocles, obligó a posicionarse a todas los partidos. Si el PP se postulaba como el defensor del orden constitucional, C’s lo reforzaba con más nacionalismo español. Más a la izquierda las cosas no estaban tan claras. Sánchez había vencido en primarias con la bandera de la plurinacionalidad del Estado, pero no podía arriesgarse a perder votos en sus graneros meridionales… Las circunstancias forzaron al nuevo PSOE a renunciar a la confrontación con la derecha corrompida -escenario esperado por Puigdemont y los suyos- y a reencontrarse con la defensa del constitucionalismo, marcado de cerca por el susanismo Viva España y por el jacobinismo de la nueva pareja aúlica de Sánchez (Borrell/Narbona). Podemos se debía por un lado al discurso prorreferéndum y a su alineamiento con los Comuns, al tiempo que veía en la crisis una ventana de oportunidad para erosionar a Rajoy y al R78. De ahí la sobreactuación morada hacia los «pobres indepes» frente a la virulencia de los ataques al Gobierno de Madrid, bien por su falta de diálogo, bien por su represión (1-O, encarcelamiento de los Jordis). Entre los ejes de fuerzas desatados por la megacrisis, se fue debilitando el social -parece que este a los independentistas o no les interesaba o lo habían supeditado, incluso la CUP- a favor del identitario. Y en ese proceso los Comuns y Podemos quedaron entre medio con bienintencionadas llamadas al diálogo o a la equidistancia que fuera de Cataluña eran vistas como brindis al sol, al tiempo que las actuaciones de los estelados iban poniendo en evidencia que constituían una maquinaria delirante capaz de pasar por encima de todo -mecánica parlamentaria, derecho de las minorías, pluralidad de sus medios públicos…- con tal de conseguir su objetivo.

El pseudorreferéndum del 1-O demostró dos cosas: que los soberanistas estaban muy bien organizados y que el Gobierno Rajoy improvisó una inoportuna represión que alimentó el victimismo de la causa catalana ante el mundo. Esta tenía un relato, una estrategia, Soraya y los suyos solo la ley. Mientras, el choque de placas se hacía inevitable, ante la esperanza catalana de una mediación europea y del siguiente error de Madrid. La provocación estelada, vehiculada por galvanizadas masas, simbología y un gandhismo muy estudiado, intentó arrastrar a los defensores de la democracia no indepes, pero también despertó el nacionalismo español que llenó las avenidas barcelonesas, desplegó rojigualdas en las fachadas y alentó el «¡a por ellos oé!». La colisión tectónica operaba ya solo en el eje identitario y cuando se despliegan las banderas huelgan las palabras. El Govern amenazaba con la DUI, el bloque constitucional con el artículo 155, cuya versión hardcore se exhibió amenazante un sábado. Tras una semana pautada por «la salvación en el último minuto», el viernes la independencia vagamente declarada en el Parlament activó el temido artículo. Por la noche hubo fiesta hasta medianoche para la no tan alegre muchedumbre republicana, el sábado vimos del president por Girona (que ganó al Madrid) y el misil electoral que destrozó el sueño de esa república bebé…. El domingo mutis por el foro, el lunes vuelta a una normalidad nada republicana y el comienzo de la astracanada flamenca de Bruselas mientras la Audiencia Nacional cercaba a los sediciosos. Al final el procès era el parto de los montes.

Pero ya nada será igual en las Españas. Rajoy queda como el estadista que garantizó la unidad de España, Sánchez se venderá como el que moderó y asesoró el triunfo tranquilo constitucional, al tiempo que abrió la puerta de la necesaria reforma constitucional, Rivera quiere cabalgar el nuevo patriotismo rojigualdo y en Podemos, ante el fracaso de su arriesgada apuesta por erosionar el R78, se han desatado todas sus contradicciones internas hasta el punto de que Pablo Iglesias ha tenido que aplicar un 155 en su propio partido. Aunque todo parece haberse calmado tras la catarsis catalana, los mismos flujos telúricos que desataron los terremotos sociales, políticos y territoriales en una triple crisis no resuelta siguen ahí activos, amenazantes, los mismos dos millones de soberanistas siguen ahí, por mucho que parezca que el seísmo ha fortalecido al régimen... Veremos: la geología política es la más imprevisible de las ficciones.

*Escritor