Soy una chafardera cultural por naturaleza pero algo se me remueve cada vez que preparo la maleta para irme de vacaciones. Especialmente ahora, que somos más conscientes que nunca de los efectos del turismo depredador. Definitivamente rehuyo ser una guiri que pasea entre lo típico y lo tópico, haciendo un safari de selfis y una colección de suvenires baratos, artificiales, producidos en dudosas condiciones y que acaben en el bolsillo de alguien que quizá ni vive en el país. Está claro que el turismo y todo lo que le rodea es una fuente de subsistencia pero también tenemos comprobado que dar un cheque en blanco al turismo de masas acaba diluyendo la autenticidad anhelada, y todavía más: alterando de forma desagradable la vida de los vecinos. Por suerte, cada vez hay más opciones sostenibles de como los ecotours o el turismo comunitario, donde son los locales los que lo organizan y gestionan los beneficios. La clave es concebir el turismo como fenómeno colectivo. Son tus huellas, las de tu familia y las de los 1.200 millones que nos movemos cada año por el mundo. ¿Y si apostáramos por el espíritu viajero? ¿Y si reinventamos el turismo haciéndolo más respetuoso y transformador a nivel humano? Tendríamos cada año miles de millones de visitantes viviendo experiencias de intercambio y no solo fisgoneando, consumiendo y volviendo. Sería revolucionario que el equipaje fuera lleno del «donde fueres haz lo que vieres». Porque es cierto que viajar es una fantástica forma de abrir la mente, pero entre viajeros, turistas y guiris hay un abismo.