No estoy segura de que Los viajes de Gulliver sigan siendo hoy tan conocidos como lo fueron antes, cuando niños y jóvenes los leían o sabían de su existencia a través de las más variadas versiones de libros, comics, películas o dibujos animados. Puestos a sincerarme he de reconocer que tanto esta obra como Alicia en el país de las maravillas me causaron desde niña un profundo desasosiego. Entonces no sabía el porqué y ahora creo que solo alcanzo a comprender parte de los motivos de la intranquilidad y preocupación que me supuso siempre su lectura tras la cual buscaba de inmediato refugio en otras historias menos desconcertantes, más ilusionantes, más amables.

La sátira no es un género fácil ni para lectores ni para escritores, a quienes reconozco una gran dosis de conocimiento sobre la naturaleza y condición humana y, como en el caso de Jonathan Swift y Lewis Carroll, una clara percepción sobre los males que aquejaban a la sociedad de su tiempo retratados con la sonriente pluma de la ironía, la crítica mediante la insinuación inteligente con cuyo ataque no siempre sutil se pretende avergonzar y, a ser posible, debilitar situaciones y contextos considerados vergonzantes o reprobables. No es nada sencillo estar a la altura de la finura intelectual de quienes consiguen señalar a través de una literatura entre jovial y doliente dónde están algunos de los principales problemas sociales y políticos que convendría evitar, resolver, paliar al menos.

Mucho tiempo ha transcurrido desde que en 1726 y 1865 ambos escritores tan diferentes como lo puedan ser un irlandés y un británico, y tan semejantes como lo puedan parecer dos anglicanos, escribieran dichos libros. Desde entonces Europa se ha destruido y reconstruido en varias ocasiones y de distintos modos. Durante un periodo llegamos incluso a pensar que habíamos logrado detener el tiempo y que las consecuencias y derivaciones de la Revolución Francesa primero y del horror de descubrir y ver cómo podemos llegar a ser, que nos acompaña desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, serían por sí mismas capaces y suficientes para que la lección aprendida frenara cualquier intento de socavar los cimientos de un equilibrio que, aun inestable, nos permitía mantener la paz suficiente para vislumbrar y prometer cierta armonía social. Hoy, sin embargo, parece que eso no será así. En esta ocasión no se trata de tiranos o dictadores a los que destronar para entregar y confiar su cetro a quienes más y mejor provistos de principios deban ocupar su lugar.

El «enemigo» es actualmente más difuso y sibilino; más «conectado» y dinámico que todo eso, que todo lo anterior y conocido hasta ahora. Es el modelo de hombre, varón o mujer, que estamos entre todos creando, aquel al que no se le niegan libertades pero que aun conociendo su función parece ignorar su sentido, hombres que como Gulliver en Liliput no se hayan presos por pesadas cadenas sino por mil hilillos, dice Guéhenno, habilidosamente sujetos, tan finos que casi pasan desapercibidos y que solo parecen visibles y molestos para quienes aún defienden la esperanza en que sea posible otro futuro manteniendo viva la memoria.

*Universidad de Zaragoza