Comprendo que si le quito importancia al cachondeo sobre Santiago y la Virgen del Pilar (búsquenlo en internet y verán que no pasa de ser una simple broma patosilla) o a los patrióticos ripios de Marta Sánchez, quizás algunos de ustedes se sientan aludidos y ofendidos. Pero un servidor simplemente considera ambos sucedidos meras anécdotas, y que don Mariano Rajoy se haya molestado en dar su opinión sobre ellos solo refleja el grado de histeria política que vive este país de países.

Pero a mí, como a muchas/os ciudadanos/as nos interesa oír hablar de lo nuestro: de la sanidad, de las pensiones, de la dependencia, de la enseñanza, del conocimiento, de la investigación, de los derechos laborales... Las ofensas que dicen sufrir los católicos carpetovetónicos, los delirios del soberanismo catalán, la mala leche del nacionalismo españolista, los símbolos, los desahogos del ultraconservador unionista Albiol o de la secesionista pseudorrevolucionaria Gabriel, los chistes, las memeces difundidas por las redes me resultan irrelevantes.

¿Cobraré jubilación (que me toca pronto)? ¿Encontraré en el Salud remedio a mis achaques? ¿Veré a mi país salir al fin de la burricie, resolver el fracaso escolar (ojo al dato aragonés) y promover la investigación? ¿Disfrutaré de una transparencia institucional digna de tal nombre? ¿Podré fiarme de que las leyes y los encargados de aplicarlas van a tener como objetivo acabar con la corrupción política y empresarial? ¿Será capaz la izquierda española de salir de su burbuja, bajarse de la peana, olvidar sus paradigmas decimonónicos y lanzar propuestas adecuadas a los tiempos que corren?

Ahí nos duele. El rojo, el amarillo o cualquier otro color en las banderas no pasa de ser un factor superestructural, accidental, folclórico incluso. Por eso algunos no entendemos el entusiasmo que despierta en una parte de las izquierdas la mitología identitaria de los periféricos; aunque comprendemos muy bien que las derechas tiren una y otra vez de patriotismo centralista para no hablar de lo que importa.