Acostumbro a expresarme en la Lengua Europea Propia del Suroeste de Europa Sin Balcón Atlántico (lepsesba), aunque como respiré mi primer oxígeno en el centro geográfico del territorio llamado Aquí Residimos Algunas Gentes Oriundas de Nada (Aragon), parte de mi más profundo vocabulario se alimenta del lapapyp y me defiendo cuando hace falta en lapao, idioma cuyos ecos todavía alcanzan tierras monegrinas y a cuyo susurro acudimos en tiempos para escapar del aragon que aun no era verde y descubrir que el caciquismo no arraigaba tan bien junto al mar. Allí, entre institutos que te admitían sin enchufe y trabajos por los que pagaban sin tener que llamar amo al amo convivían el lapao, el lepsesba, o la Lengua de los Aceituneros Altivos con Sabor a Zeta (laasz), incluso la Lengua Europea Propia del Norte de Europa Con Orillas al Báltico (lepnecob) que hablaban unas gentes rubias consumidoras compulsivas de Nivea y que ahora la piden en los curriculums a los jóvenes aragoneses que quieren evitar comer del IAI. Qué hermoso batiburrillo. Allí me enseñaron a traducir al lepsesba y comprender Le petit Prince, escrito en la Lengua Acelerada de los que Acaparan Tabaco y Licor en Somport (laatls). Y miedo me da que mis Cortes me quieran salvar también de la insana influencia de Antoine de Saint-Exupéry o que me acusen de panfrancesista por haberme deslizado al mundo desde la infancia con semejante aventura, en lugar de con las hazañas de Roberto Alcázar y Pedrín. Sí, los del jarabe de palo.