Cada año llega un día, por estas fechas, en que de repente, tener que ir a trabajar me parece un horror, tener que ir a buscar a los niños al colegio, una calamidad e intentar preparar algo para cenar por la noche, una tarea prácticamente imposible.

Entro en el supermercado y ya no sé qué comprar, soy incapaz de organizar un almuerzo, vago por los pasillos y salgo, después de media hora dando vueltas, con una tableta de chocolate y una botella de agua. De repente, mi vida cotidiana, una vida que me gusta y que he tenido la inmensa fortuna de poder elegir, se me escurre entre los dedos.

Ese día sé que necesito vacaciones. ¿Pero vacaciones de qué? Yo no necesito hacer vacaciones de mi casa, que me encanta, ni de mi ciudad, a la que adoro, ni de mi país, que tal vez sea el más bonito del mundo después de Italia.

Quiero hacer vacaciones de los ojos de besugo de la frutera. De los desconocidos y desconocidas cursis de Twitter, donde dicen que acecha la mala leche y la envidia furibunda pero donde sobre todo acecha la cursilería. Quiero hacer vacaciones del bar de la esquina, de las bromas y de las preocupaciones de mis conocidos, del tatuaje serpenteante que trepa por el cuello de la camarera. Quiero hacer vacaciones de la ambición.. Me quiero ir de vacaciones con mi amiga María que solo tiene problemas de amor, que son los únicos que me interesan de verdad, en vacaciones y durante el resto del año.

Quiero echar furiosamente de menos a mis amigos, al quiosquero, a la secretaria del colegio, al viejecito fatigoso que siempre me cuenta su proyecto de novela en la cafetería. Quiero hacer vacaciones de los demás. Pero sobre todo, quiero hacer vacaciones de mí misma.

*Escritora