El Teatro Principal se llenó hace unos días para ver al actor José María Pou encarnando a Sócrates. Tanto el libreto, demasiado circular, como el montaje escénico, demasiado lineal, me parecieron susceptibles de optimización, pero Pou no defraudó al público.

La tragedia del filósofo, condenado a muerte en su Atenas natal por un tribunal ciudadano y por tan peregrinos cargos como la supuesta corrupción de la juventud fue una de las grandes injusticias de la antigüedad clásica.

Hoy, por desgracia, no hay filósofos, me refiero a esa clase de grandes pensadores capaces de vertebrar un sistema; como tampoco hay historiadores, sino divulgadores de un pasado rutinario en inamovibles fuentes que caprichosamente se interpretan, por lo que imaginarnos, más allá de en la defensa de aquel Brasil que ganó la Copa del Mundo, a un Sócrates, no deja de ser una ingenuidad.

Y, sin embargo, los ecos de la interpretación de Pou en el Principal sugirieron, siquiera como ejercicio o juego intelectual, poner en práctica esa posibilidad utópica y acrónica, la de sentar al maestro de Platón frente a una realidad como la nuestra e invitarle a analizarla. Practicando el mismo método de extracción de la verdad que su madre, que era partera, ensayaba con las mujeres que iban a dar a luz, hasta, efectivamente, sacar el fruto de su vientre, como su hijo aspiraba a descubrir la semilla de la verdad.

Pero, ¿qué es la verdad? Sócrates intentaba llegar a ella aplicando a toda teoría un interrogatorio destinado a despejarla de dudas, redundancias, contradicciones, sofismas. Él no pretendía gobernar, no asesoró a ningún poderoso, cosa que sí hicieron Platón y Aristóteles, y quizá por eso su final fue enfrentado y trágico.

A lo largo de su carrera, Sócrates no encontró una sola, absoluta, prístina verdad, sino verdades relacionadas con los conceptos y sus significados, con el uso del lenguaje y con una moral que comenzaba a dibujarse en torno al respeto a las vidas y bienes ajenos y a la conciencia de una comunidad capaz de superar las limitaciones y carencias individuales.

Su pensamiento colofón, Sólo sé que no sé nada, se ha repetido tantas veces que al final se ha interpretado como éxtasis de modestia intelectual, siendo verdad que sí supo muchas cosas que vale la pena leer a la luz de su transcriptor Platón.

Un ciudadano.