No era una hembra joven pero en cuanto empezó a llover suavemente en el bosque salió de su guarida en busca de hiervas aromáticas y raíces. Las olía a distancia y se sentía con fuerzas suficientes para darse ese placer. Si descubría el lugar, luego avisaría a sus cachorros para que con sus hocicos poderosos levantaran la tierra y degustaran también el manjar que el envejecido invierno dejaba asomar entre los árboles y las piedras. Con su trotecillo valiente recorrió cuatro kilómetros hasta que el olor la dirigió exactamente al lugar donde todavía habían caído bellotas y hayucos. Allí estaba tan feliz dándose un manjar que trituraba con su poderosa dentadura cuando notó un dolor agudo y fulminante en una de sus patas traseras cerca de la pezuña. El animal cayó herido y cerró los ojos por el intenso dolor que le nublaba la visión, pero el sonido de los perros ladrando al acecho en su dirección la hizo levantarse sobre las tres patas restantes y arrastrándose buscar un abrigo entre la hojarasca del bosque.

Oculta por las hojas en aquel hoyo salvador se lamió la sangre de la herida que el disparo del cazador produjo a posta para inmovilizarla y cobrarse la pieza. Sabía que el olor de la sangre atraería a los perros y eso acabaría con ella. La jabata se enroscó como pudo para concentrar el calor de su cuerpo. Se quedó quieta, preparándose a morir porque el dolor resultaba insoportable. Al menos en ese escondite la lluvia que caía cada vez más fuerte no la empapaba del todo. Su dura piel le servía de protección y conservaba todavía el tenue calor que proporcionaban los acelerados latidos de su corazón. La pata rota le impedía cualquier otro movimiento si no quería aullar de sufrimiento. Deseaba que todo acabase ya. Dormir sin notar ese latigazo constante en su pata fracturada.

Llegó el alba y la nieve que había caído durante la noche anestesió un poco su terrible dolor. Abrió los ojos y miró, como despidiéndose, la hermosura del bosque silencioso que comenzaba a clarear. Todavía le quedaban fuerzas para removerse en aquel improvisado agujero, pero cada movimiento era un tormento insufrible incluso para un animal tan rudo como el jabalí. Era consciente de que si lograba salir de allí y llegaba a su guarida en un esfuerzo titánico no le serviría de nada, porque era una hembra vieja y herida, y supondría además un peso intolerable para su grupo, un estorbo, un peligro. Así que vencida, soltó un grito bramido desgarrador y se dejó llevar.

El mismo hombre que la había herido de muerte meses atrás salía otra vez de caza de su finca Puerto del Toro con su escopeta dispuesto a soltar su último cartucho. Salió temprano, sin su cuadrilla, ni los perros le seguían. Su cacería iba a ser muy personal e íntima. Se metió en el vehículo de alta gama, colocó el rifle en posición directa a su corazón y se descerrajó un tiro.

*Periodista y escritora