Parece que es ya un lugar común --y no se olvide que los lugares comunes son a menudo certeros-- decir que los políticos instalados, en el poder o en la oposición, no atinan a ver lo que es evidente entre los ciudadanos, encastillados y aislados como están en sus asuntos. Grave, sí, pero lo peor es que empiezo a pensar que tampoco alcanzan a ver el elefante que se ha sentado en el salón de su propia casa, que ya ni siquiera comprenden cabalmente lo que les afecta de manera directa. Que alguien me explique, si no, cómo es posible no sólo que el presidente del Gobierno no se haya planteado aún la urgente necesidad de disolver las Cortes y convocar elecciones anticipadas a toda prisa, sino que la oposición en pleno no lo esté exigiendo a gritos desde hace meses. Ni siquiera, de una forma apreciable, los medios de comunicación.

Contemplemos el panorama. Desde que sonaron las campanadas de fin de año, y antes incluso, nuestra clase dirigente se atarea frenéticamente ante lo que se le viene encima en los próximos once meses. Elecciones municipales en todo el país y autonómicas en la mayor parte, para mayo. Un aperitivo de las que todos consideran decisivas elecciones generales para cuando 2015 dé las boqueadas. Candidatos, listas, programas, negociaciones, puñaladas traperas, pactos. En fin, toda la parafernalia propia de estos casos... en circunstancias normales.

¿Pero son estas unas circunstancias normales? Haría falta estar ciego como un topo o ser un cínico de catálogo para responder afirmativamente a esa pregunta. Y no hablo ya de los efectos de la crisis que, a pesar de los esfuerzos del Gobierno por insuflar optimismo a la parroquia exhibiendo y ocultando datos económicos con arte de trileros, sigue angustiando a cualquier persona sensata. No, esta vez no hablo de la crisis de nunca acabar, que ya se ve que ellos no son muy conscientes de lo que ocurre en la calle.

Hablo de política, de eso a lo que se supone que se dedican los políticos profesionales y los analistas de los medios. ¿O no es política el hecho de que nos levantemos cada lunes y cada martes con nuevas revelaciones sobre esos casos de corrupción que llevan años soliviantando a los españoles de a pie? Pues claro que es política, desde el momento en que sus protagonistas son, de forma abrumadoramente mayoritaria, cargos públicos, e incluso destacadísimos dirigentes hasta prácticamente anteayer del partido que gobierna el país. Dicho sea de paso, compartiendo dirigencia con quien ahora preside el Gobierno. Y no vale decir que el resto de partidos tienen sus muertos en sus armarios: quien responde ante los ciudadanos es quien gobierna, no la oposición. Esa recibirá en las urnas el veredicto.

Repasemos por encima para no alargarnos. Tenemos lo de Bankia donde, por muy mal que lo hicieran el Banco de España y la CNMV, fueron Miguel Blesa y Rodrigo Rato (el hombre que pudo reinar) quienes llevaron a la ruina a una de las mayores entidades financieras del país y, de paso, a sus accionistas y preferentistas, sin contar con que más de la mitad del rescate que hemos de pagar entre todos se fue por ese sumidero. Todo mientras ellos se llenaban las alforjas de la manera más indecente. Las responsabilidades penales las dirimirán los tribunales, pero fue el PP, y Mariano Rajoy de forma directa en el caso de Rato, quien los nombró y los mantuvo.

También los innumerables procesos de la trama Gürtel están al caer, y en ellos está implicado un florido y numeroso ramillete de prohombres del partido gobernante, incluidos tres de sus ex tesoreros, alguno bajo el mando directo de Rajoy. La financiación ilegal, la doble contabilidad, el escándalo de ver la sede del partido tomada por la Policía para requisar los documentos que se negaban a entregar al juez, las obras de esa misma sede pagada con dinero más negro que el azabache, los discos duros destruidos... y el presidente del Gobierno, como en el romance lorquiano, disfrazado de noviembre para no infundir sospechas. Pasemos por alto, por falta de espacio, los chanchullos regionales (Valencia y Baleares, cuyos gobernantes fueron tan amados y ponderados por Rajoy), o las púnicas andanzas de un sujeto llamado Granados.

El resultado de todo esto es que gobernar, lo que se dice gobernar, es algo que no se está haciendo desde hace tiempo, por la sencilla razón de que hace el mismo tiempo que el Gobierno no cuenta con la confianza del país, y en eso sí que son tercos los sondeos de opinión. Se aplican obedientemente las recetas prescritas por la troika, y a esperar que escampe si es que piensa escampar. Por lo demás, ¿qué las encuestas dicen que tal proyecto de ley es negativo? Se retira, y a otra cosa. ¿En política exterior? Ni están ni se les espera. Sí, claro, el Gobierno goza de la estabilidad que le proporciona su mayoría absoluta parlamentaria, pero incluso esa goza ya de escasa legitimidad puesto que el programa con el que la consiguieron ha sido minuciosamente incumplido. Tal vez sea cierto que en este país falta aún cultura democrática pero me atrevo a decir que, en cualquier democracia seria, el presidente habría disuelto el Parlamento y convocado elecciones.

Hay un viejo dicho que refleja a la perfección la situación del Gobierno. Se cuenta que un herrero obtuvo, gracias a la amabilidad de sus vecinos, el permiso para instalar sus útiles de trabajo en mitad de la calle y no tener que soportar el calor de la fragua. El buen hombre, sin embargo, se distraía con la conversación de los transeúntes y, poco a poco, dejó de trabajar y de ser útil a la sociedad, con el inconveniente añadido de que sus herramientas molestaban a los paseantes. Los amables vecinos terminaron tan enojados con él que le dieron un ultimátum: Herrar o quitar el banco. La frase terminó por definir la obligación que tiene cualquiera de cumplir con la tarea que le ha sido encomendada en razón de su cargo, o renunciar al cargo. Pues eso, herrar o quitar el banco. O gobernar, cosa que a estas alturas parece imposible para Mariano Rajoy, o convocar elecciones sin más tardanza.

Exdiputado del PSOE.