Nunca he sido una persona friolera. Naturalmente, en algunas ocasiones he tenido una sensación de frío, pero era una sensación razonable y compartible con las sensaciones de los que estaban a mi lado.

Cuando era un niño ¿era friolero? No sé qué decir. Eso sí, en aquella época la mayoría de las madres envolvían a sus hijos pequeños con abrigos y bufandas. El camino a la escuela era un desfile de criaturas embutidas.

Ahora leo que en la Antártida se ha producido un hecho importante. Un gran iceberg se ha roto y se ha separado del hielo, que forma un enorme continente. El iceberg, montaña de hielo en inglés, es de dimensiones enormes. Me atrevería a decir, sin consultar mapas, que es el continente más extenso del planeta Tierra. En cualquier caso, el fenómeno del desprendimiento de un volumen enorme de hielo puede producir fenómenos imprevisibles. Porque la masa que se ha independizado podría tener un espesor equivalente a 450 millones de piscinas. Si estuviera vivo, el imaginativo escritor Julio Verne haría de este fenómeno una gran novela. La invasión del hielo. Una hecatombe de la humanidad. Un mundo glacial.

Esta hipótesis de desastre global me ha hecho pensar en las diferentes sensibilidades que nosotros tenemos ante el frío. Estas diferencias son la causa de discusiones. Es frecuente que en una casa, una oficina, en cualquier espacio que compartimos, alguien pida que se suba la calefacción y a su lado haya alguien que proponga que se baje. ¡Cuántas sensibilidades hay! La libertad térmica puede ser tan difícil de ejercer como la libertad política.

El frío, que un día puede ser universal, acabará con los matices metafóricos del lenguaje. «He escuchado a aquel político y me he quedado helado». «Sus propuestas me dejan frío». «Te aconsejo que la propuesta que te hacen la dejes enfriar». En un diccionario serio encuentro este inesperado ejemplo de frialdad: «Esta chica es un hielo». ¿No será que contigo ya se ha quemado?

*Escritor