Un himno, a mi modesto entender, debería ser un canto inspirador que los patriotas puedan entonar con la mano en el pecho en momentos de emoción desatada. Un himno debería ser capaz de inflamar los corazones, de servir de aliento y consuelo al soldado que va a la batalla. Debería ser algo tipo la Marsellesa, el sangriento himno francés («¡Que la victoria, a tus voces viriles, acuda bajo nuestras banderas!», reza en un momento de subidón chovinista). O un canto de amor al monarca que encabeza los designios de la patria, como el británico («De cada enemigo latente, de los soplidos asesinos, ¡Dios salve a la Reina!»). También está el modelo confianza ciega en el gobernante democráticamente elegido, y por elevación, en Dios, como en el caso del himno norteamericano («Nuestra causa es el bien, y por eso triunfamos. Siempre fue nuestro lema. ¡En Dios confiamos!»). No sé, pienso en algo que, bajando el nivel de la épica ya a nivel de calle, por lo menos nos cosquillee el corazón. Pero ha sido oír la tan aclamada interpretación de Marta Sánchez de nuestro himno nacional (que, les recuerdo, no tiene letra), y desmontarse mis esquemas. «Como tu hija llevar (sic) este honor. Llenar cada rincón con tus rayos de sol…», dice en un momento de subidón épico la letra que ha improvisado. No sé, no me veo yo cargando en la batalla cantando este himno. Salvo que sea en una con soldados del amor y vayamos todos montados en unicornios rosas de largas crines al viento. Entonces igual sí, mira. Y, por cierto, a Rajoy le ha encantado. Él sí que es un soldado del amor. H *Periodista