La hipocresía, vicio esencialmente burgués, tenía un discreto encanto. Tranquilizaba tanto a las élites que lo practicaban como a la opinión pública en general. Los fascismos y el estalinismo, con su brutal puesta en escena, rompieron los protocolos y exhibieron sin pudor la capacidad del poder para violentar la voluntad de los pueblos, secuestrarla y manipularla. Pero, en Occidente, la victoria en la II Guerra Mundial permitió abrir un nuevo periodo de brillante y amable disimulo. Sí, de vez en cuando ocurría que las viejas y caducas potencias colonialistas masacraban a quienes se rebelaban contra su dominio en África o Asia. Los paracas franceses torturaban en Argel. Los británicos hacían lo propio en Malasia, y en general la Guerra Fría ofreció a los dos bloques la ocasión de perder las maneras en plan genocida. Pero había un miramiento, una cosa. Las operaciones encubiertas se llamaban así porque la CIA o el KGB iban de tapadillo. Los servicios secretos eran... secretos. Presidentes, reyes, dictadores, generales, banqueros y grandes industriales intentaban guardar las formas. Qué bendición.

Ahora, justo cuando Internet nos lo muestra todo sin intermediarios ni zarandajas, a los que mueven los hilos les ha dado por ponerse bordes, quitarse los disfraces y darse a entender sin adornos ni sutilezas. Donald Trump, el candidato más bestia habido en unas presidenciales norteamericanas, aparece tal cual: xenófobo, machista, ultraderechista, agresivo, amenazador... un cabrón en toda regla. Este no miente como Richard Nixon, va de cara. ¡Y dicen que puede ganar!

La corrupción, practicada a lo grande, da prestigio. El crimen organizado sirve de ejemplo. La democracia es presentada al público como un estorbo. Mariano Rajoy pasa de todo, se desdice, gira sobre la marcha, hace hoy lo que ayer condenaba, se encoge de hombros cuando los suyos untan en la manteca y utiliza argumentos destinados más bien a poner a la ciudadanía ante la cruda verdad: esto son lentejas... Ya no hay burguesía ni proletariado. Solo proveedores de servicios y una clientela que ansía ser estafada. Sin que le doren la píldora.