La física y la metafísica se parecen mucho más entre sí de lo que yo intuía cuando estudiaba ambas. Por aquel lejano entonces me parecían algo así como disciplinas sin parentesco de consanguinidad, asignaturas a las que, como ocurre con los parientes políticos, no ata el nombre. Hoy creo que estaba equivocada. Física y filosofía no solo son parientes sino que, además, se llevan bien. Ambas precisan del discernimiento, la imaginación y la abstracción para contribuir a generar más conocimiento. Ambas tienen debilidad por los sistemas como modelo de predicción y estructura, pero ambas descubrieron hacen mucho tiempo que el orden solo es una probabilidad dentro del caos y que este es protagonista de casi todo. Según la mecánica newtoniana, arraigada en nuestro modo de percibir y pensar, la linealidad es la regla de la naturaleza y la no linealidad, la excepción. Lo cual también sería aplicable a nosotros y la naturaleza humana.

Por contra, la teoría del caos ha revelado que, de hecho, acontece justo lo contrario. Uno de los rasgos más definitorios de dicha teoría es que la asunción de la complejidad conduce necesariamente a la conciencia de la importancia de la escala. Es un grave error pensar que todo ese saber que la mecánica cuántica cultiva en las pequeñas escalas no tiene plasmación y repercusión en la filosofía y con ella en la sociología, las humanidades y cómo no en el Derecho. La palabra caos siempre nos resultó inquietante a los legatarios de Descartes y Hegel porque lleva consigo el rastro seguro de la incertidumbre. A ciencia cierta no sabemos muy bien si el caos es una presencia o una ausencia, lo que sí sabemos es que irrumpe y desbarata la dicotomía básica del pensamiento occidental -sea científico o social- la cómoda barrera que deslinda el orden del desorden, el bien del mal, la cordura de la locura. No, nada de ello parece obedecer ya a esquemas quietos y conjurables, el movimiento incesante y el protagonismo de la escala -lo local y lo global- han dado al traste con las promesas sostenidas de evolución y progreso.

La mecánica clásica no tenía hueco en el que albergar el desorden ordenado de los sistemas caóticos y, sin embargo ¿acaso no vivimos hoy en un tercer territorio que nos sitúa entre uno y otro?, orden y desorden no solo conviven sino que se requieren, buscan y precisan en constante manifestación de sus fuerzas. La pregunta es siempre la misma o parecida: ¿cómo conseguir el equilibro? Si nuestra preocupación por racionalizar el caos es ahora mayor se debe, a mi juicio, a que nunca antes como ahora se procedió a una revaluación del caos en las teoría de todo y del todo y a que asistimos, queramos o no, a un cambio de paradigma en lo social, en lo jurídico, en lo cultural y económico.

El propio Einstein comprendía muy bien algunas de nuestras resistencias al cambio y a la aceptación de lo menos previsible: «El hombre -decía- trata de formar para sí, de algún modo que le convenga, una imagen lúcida y simplificada del mundo a fin de poder superar así el mundo de la experiencia tratando de reemplazarlo, en alguna medida, por esta imagen». Hoy, absortos en un contexto que se desdibuja, aprovecho la expresión de la física cuando, para referirse a la frontera imaginaria que rodea a los agujeros negros, denomina «horizonte de sucesos» al espacio que representa el punto de no retorno a partir del cual no puede haber otro suceso que no sea el de ser atraído por él. Empleo el símil pero para referirme a lo social habría, creo, que utilizar aquí el femenino para hablar de ella, la señora que ahora lo absorbe todo y a todos, Doña Globalización.

*Universidad de Zaragoza