La capacidad para ponerse en cuestión a uno mismo, para, incluso, reírse de lo que uno piensa o cree, es un instrumento fundamental para relativizar la realidad, entender que hay otras posibles miradas sobre lo que sucede y, por lo tanto, abrirse a otras visiones del mundo. Una de las películas con las que más disfruto es Un, dos tres de Wilder, una feroz sátira anticomunista ambientada en una fábrica de Coca Cola del Berlín occidental. La caricatura que Wilder hace de los comunistas --también de los empresarios, o de los alemanes-- me ha parecido siempre magnífica y divertidísima.

La risa, el humor son modos específicos de la condición humana que, además, favorecen la relación con el otro. Hacer reír a alguien es, indudablemente, un signo de que la barrera de la individualidad está siendo superada. No son pocos los autores, entre los que cabe destacar a Nietzsche, a Deleuze o a Braidotti, que hacen de la alegría y del humor un instrumento político de primer orden. La revolución antropológica que debe acompañar al cambio social que resulta imprescindible tiene que tener por uno de sus objetivos hacer de la sonrisa el modo habitual de la relación humana.

Frente a eso, el espíritu de seriedad, tal como lo definen ciertas filosofías, la crítica del humor y la risa, ha sido la actitud más habitual del pensamiento dominante. En El nombre de la rosa, Eco convierte ese odio a la risa por parte de cierta tradición cristiana en eje de una magnífica novela. Y si alguien condena la risa, no cabe duda de que será incapaz de reírse de sí mismo y sus creencias. La seriedad extrema, el rigorismo, es un cáncer para las relaciones humanas.

Esa seriedad atraviesa todo el espectro social, afecta especialmente a una cierta tipología subjetiva, dogmática, de tintes fascistoides, que puede encontrarse en todas las ideologías, en todas las creencias. Deleuze y Guattari, en su Anti-Edipo, señalan que esas tendencias caracteriológicas de perfil fascistoide pueden hallarse en cualquier ámbito ideológico. Si algo caracteriza al comunista de Wilder es su incapacidad de reír, lo mismo que al monje de Eco.

Sin embargo, quienes han hecho del repudio del humor una línea de conducta compartida han sido las religiones. En su dogmatismo, en su intransigencia, las religiones, especialmente sus iglesias, rechazan que sus creencias puedan ser sometidas al tamiz del humor. Su influencia política en el pasado convirtió esa posición, incluso, en ley, y así existe, en nuestro país, el delito de escarnio. Mientras a una ideología la puedes ridiculizar al extremo, criticar sin límites, las religiones quieren quedar al margen del humor. El débil argumento es que no cabe ridiculizar las creencias de los demás. Y digo débil porque, ante la extensísima nómina de tabúes de las religiones, tan excéntricos como sus propias creencias, si hubiera que protegerlos legalmente a todos, solo nos restaría quedarnos en casa en silencio para no ofender a algún idolillo cargado de malas pulgas y nula empatía. Y una sociedad libre no puede estar sometida a las creencias particulares que expresan las religiones.

En conclusión, debe haber libertad legal para reírse de todo, para criticar todo. Debemos esforzarnos en construir ciudadanos, en las escuelas, en los hogares, que sepan encajar con humor la crítica de aquello que piensan y creen. Pero, dicho esto, cuando enfrente tienes a gente con un sentido del humor inexistente y, además, dispuesta a matar cuando sienta que sus creencias son ridiculizadas, parece imponerse una cierta prudencia. Quiero decir, que yo no iría a reírme a la jeta de un grupo de neonazis, por si acaso, aunque me asista todo el derecho.

Las sociedades musulmanas precisan de una Ilustración que les proporcione el saludable baño de laicismo en el que se sumergió la Europa del XVIII. En esa lucha se encuentran ya ciertos sectores de aquellas sociedades a los que determinadas actitudes de Occidente les dificultan seriamente su labor. En nuestra lucha contra el integrismo religioso se imponen estrategias intelectuales que, lejos de alimentarlo, lo debiliten. De eso también debemos ser conscientes.

Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza