Créanme si les digo que no soy anticlerical. Mi padre y mi abuelo si lo eran, con buenos motivos. Pero a mí los frailes de La Salle me educaron bastante bien, teniendo en cuenta como era la España de los Sesenta. Y si luego evolucioné hacia una especie de agnosticismo católico y después hacia el más descarado ateísmo pagano, no fue culpa suya.

La razón por la cual me siento ahora agobiado al ver, otra vez, cómo topamos los españoles con la Iglesia es porque dicha entidad sigue mostrándose tan acaparadora, ventajista e hipócrita como siempre. Qué Calvario, hermanos.

Los presupuestos de Aragón que ahora tramitan las Cortes destinan a la enseñanza concertada más dinero que los del ejercicio 2016. Sin embargo, la simple advertencia de que la disminución del número de niños en edad escolar traerá consigo una reducción de los convenios ha provocado un coro de llantos, quejas y tergiversaciones que clama al cielo (nunca mejor dicho). Por lo visto lo que hay que hacer es cerrar más y más unidades de la pública, tal y como viene sucediendo.

Pasa lo mismo con lo de las inmatriculaciones de templos (La Magdalena o La Seo,por ejemplo) rehabilitados con dinero público y descaradamente usufructuados por un alto clero que apenas los usa ya como escenarios de rito alguno. Desde los ámbitos confesionales se habla incluso de expropiación y se contratacan las intenciones del Ayuntamiento cesaraugustano o de diversas organizaciones de la sociedad civil con un victimismo impropio de quienes siempre han jugado con ventaja en el terreno inmobiliario y fiscal, y disfrutan del inaudito privilegio de tener su propia casilla en las declaraciones de la renta. ¡Por favor!

Nadie negará a la Iglesia Católica el mérito de la actividad social y asistencial de sus estructuras más comprometidas. Sin embargo, sus jerarcas hacen gala de un egoísmo rampante y un insaciable afán de poder. Enarbolando la bandera de la libertad (¡la libertad!, ¡válganos Dios!), arriman el ascua a su sardina. Como si no los conociésemos.