Normalmente, los ciudadanos repetimos soniquetes que se nos lanzan desde los ámbitos de producción de ideología sin detenernos a analizarlos, sin reflexionar sobre los mismos. Una tertulia, un artículo de periódico, una intervención televisiva, puede ser un instrumento eficaz para lanzar un mensaje cargado de ideología que quizá no se ajuste a la realidad, pero que consigue el efecto deseado: generar un estado de opinión. Uno de esos soniquetes repetidos hasta la saciedad y que no se ajusta al ordenamiento jurídico de nuestro país es el que dice que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley. Estamos ante una afirmación falsa, pues la desigualdad legal viene sancionada por la Constitución.

En efecto, nuestra Constitución, en su artículo 56.3, establece que la figura del Rey es «inviolable y no está sujeta a responsabilidad», de tal modo que mientras cualquier ciudadano puede ser sometido a la acción de la Justicia, el monarca, haga lo que haga, queda al margen de cualquier control judicial. Esto es algo, evidentemente, conocido por todos los juristas y políticos de este país, pero aun así debemos escuchar constantemente esa aseveración de que somos iguales ante la ley. Hemos llegado incluso a situaciones tan paradójicas, por no decir cínicas, en las que ha sido el propio monarca quien ha hablado de la igualdad de todos ante la ley.

En realidad, la Monarquía es toda una maquinaria de generación de desigualdad ante la ley. La Monarquía arrasa con el principio de igualdad legal cuando establece para acceder a la jefatura del Estado la condición -delirante condición, en una democracia- de pertenencia a una determinada familia, en este caso la de los Borbones. Quien se apellide Pérez, Sánchez o Arruabarrena no puede optar a la jefatura del Estado, ha de apellidarse Borbón. Se ha presentado como un gesto de modernización el hecho de que ahora pueda ser una mujer quien acceda al trono. Valiente modernización la que excluye a todas las mujeres menos una de la jefatura del Estado. En definitiva, la monarquía es una institución que, además de anacrónica y antidemocrática, impide el principio de igualdad que tanto invocan nuestros cortesanos juristas y políticos.

La igualdad ante la ley queda desdicha, por tanto, por la propia legislación. Y viene a ser conculcada posteriormente en la práctica jurídica al aplicar la ley con raseros ideológicos, políticos, como estamos acostumbrados a ver en nuestro país. En primer lugar, por la evidente politización, en el mal sentido, de nuestra justicia, de la que el actual ministro Catalá, uno de los más sectarios y parciales que ha visto nuestra democracia, es un constante ejemplo, con sus habituales intervenciones para marcar la orientación de jueces y fiscales, especialmente en los casos que afectan a su corrupto partido. Pero es que, además, los funcionarios judiciales, aunque están obligados, algunos de ellos, a no pertenecer a partidos políticos, tienen, como todo hijo de vecino, su orientación ideológica, que es habitualmente rastreable en sus decisiones. Cuando hablo de ideología no hablo solo de posición política strictu sensu, sino de machismo, conservadurismo religioso y una serie de factores que condicionan el modo de acercarse a la justicia. Ello tiene como efecto perverso una diferente vara de medir, cuya longitud viene determinada por la relevancia del sujeto juzgado (recordemos cómo se establece una doctrina específica, la doctrina Botín, para evitar la condena del célebre banquero) o por la importancia que se conceda al hecho en sí. Merece la pena comparar la nula repercusión judicial que han tenido, por ejemplo, las vejaciones a la víctimas del franquismo por parte de portavoces del PP, como Rafael Hernando, o las amenazas de muerte a Pilar Manjón, frente al ensañamiento judicial por tuits descontextualizados de otras personas.

En fin, que decir que somos iguales ante la ley es, en primer lugar, desconocer nuestra propia Constitución, que, al consagrar la Monarquía como forma de Estado, imposibilita la igualdad ante la ley. Y en segundo, vista la deriva de la justicia en nuestro país, que se está convirtiendo a marchas forzadas en un instrumento del PP para acallar las voces críticas y la protesta social, tomar el pelo a la ciudadanía, que día tras día ha de asistir a una aplicación sesgada de la ley. Y todo esto, sin hablar del caso Nóos.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza