En esta caída libre en la que nos precipitamos todos, (unos más rápido que otros), cada vez echamos más cosas en falta. Sin ir más lejos: la imaginación. Pero no en el sentido de ocurrencia, salida rápida e inesperada, a veces graciosa, de esas que cree tener por ejemplo al avispado González Pons, sino en el sentido productivo. De creatividad. Admitiendo que las dificultades merman el humor y minimizan algunas de nuestras mejores cualidades, imaginar se antoja como uno de los pasos necesarios para enfocar y proyectar nuestro destino.

Algunos prefieren jugar a la contra. Una prueba reciente la encontramos en los actos que conmemoraban el bicentenario de la Constitución de 1812, que dejaron discursos interesados pero a su vez lánguidos y superficiales, como si los recortes también hubieran llegado a los think tanks, esas maquinarias ideológicas que redefinen a la carta la realidad del cliente. En el mismo saco habría que meter también los debates entre candidatos, discursos de campaña y valoraciones poselectorales (el domingo a Arenas le hubiera gustado convertirse en Monchito para desaparecer en un cajón).

Cuando las palabras no están autorizadas a reflejar legítimas expectativas, los mensajes se enroscan en conceptos giratorios. De ahí que vivamos bajo un chaparrón de confianza, seriedad, credibilidad, estabilidad..., términos amplios que en el fondo dicen muy poco y que ni siquiera admiten preguntas.

Quizá todo sea consecuencia de un presente que viene programado desde Merkelandia y vigilado desde Bruselas, o quizá todo esté sujeto a un plan premeditado. De hecho, ya en el 2000, dos padres del movimiento neoconservador estadounidense, William F. Buckey e Irving Kristol, admitían que la imaginación política siempre había sido un terreno más trabajado por la izquierda y que el capitalismo de libre mercado es un concepto vacío de intención propiamente política.

Lo que empezó como una crisis es ya un cúmulo de ellas, entre las que destaca la acción de unos gobernantes que tratan de meternos en el estrecho conducto de la resignación. El desánimo es tan contagioso como los bostezos, pero no habrá un futuro si no lo imaginamos primero. Ellos no lo van hacer. Y el tiempo se acaba. Periodista