Escribir sobre la corrupción y el descrédito institucional que vivimos es un tanto arriesgado, en escasas horas puede pasar de todo: encarcelamientos, dimisiones, arrestos, registros domiciliarios… Se amontonan, cercando al más alto nivel de la gobernanza del país. Que Esperanza Aguirre dimita es una buena noticia para la democracia. Que lo haga porque «no vigilé lo suficiente»... «me siento engañada y traicionada», tras ver cómo siete exconsejeros (uno de ellos expresidente), dos exdiputados, un exgerente del PP madrileño y cuatro exalcaldes de los pueblos más importantes de la comunidad están procesados, investigados, o presos, es una tomadura de pelo.

Lo que mal empieza mal acaba, decía mi padre, y así es. Comenzó con el tamayazo en el año 2003, (que quitó el Gobierno madrileño a Rafael Simancas con la incomparecencia de dos diputados socialistas escondidos tras obscuros intereses económicos y políticos) y ha terminado con una trama de corrupción que no quiso ver, pese a los avisos que reiteradamente recibió .

La magnitud de la operación Lezo no está solo en el número de personas involucradas y en la gravedad de sus presuntos delitos, está también en la impunidad con que sus miembros se han movido, hasta días antes de las detenciones, en el ámbito del poder político. Porque con estas actuaciones se ha descubierto hasta qué punto el PP usa su poder para tapar la corrupción que le asedia. ¿Qué respeto y confianza van a tener los ciudadanos en una Fiscalía manipulada partidistamente con nombramientos y ceses según les vayan los casos?. ¿Cómo queda el estado de derecho si los que deben perseguir el delito se dedican a ocultarlo?.

Que un fiscal jefe anticorrupción trapichee con sus subordinados, ofreciéndoles autorizar un registro a cambio de que renuncien a tipificar a un delincuente como miembro de organización criminal. Que un director de periódico se ofrezca a fabricar noticias falsas contra un Gobierno autónomo para favorecer a un amigo implicado en corrupción. Que el presidente del Gobierno de España sea convocado como testigo en una causa contra la financiación ilegal de su propio partido deberían ser motivos más que suficientes para que el presidente explicara en el Congreso de los Diputados cómo piensa atajar la corrupción, qué pasos va a dar y cómo garantiza la independencia judicial y la credibilidad en el Estado de derecho.

A <b>Rajoy </b>no le huele mal nada de lo que hace, ya lo sabemos, por mucho que el hedor sea insoportable para una mayoría de ciudadanos. No sé si es cinismo, inconsciencia o ese sentido común trasnochado y casposo del que tanto alardea. No puede esconderse en la doctrina oficial de su partido porque los casos de corrupción no son solo fruto de conductas reprochables de unas cuantas personas corruptas que se lucran personalmente; son un entramado que financia al partido, permite las mordidas personales, las batallas internas y el desprestigio y acoso a los opositores. Atrincherarse en el «quien la hace la paga» o «es ahora cuando la Justicia actúa contra la corrupción» solo sirve para eximirse de la responsabilidad que él tiene en el nombramiento de sus dirigentes.

Cuando el No es NO estaba en su auge y una mayoría de diputados socialistas repudiaba tratar con Rajoy, uno de ellos me argumentaba que estábamos muy cerca del Tangentópolis, el escándalo italiano que hace veinte años se llevó por delante al sistema político que llevaba medio siglo en el poder. ¿Pensará lo mismo ahora tras cambiar el rechazo por la abstención?.

En la disyuntiva de entonces, algunos recurrían a Max Weber, el sociólogo socialdemócrata, dirigente y político alemán de entreguerras, que definía la acción política entre la ética de la convicción que debe condicionar sus actos y la ética de la realidad, donde las consecuencias deben tenerse en cuenta para cualquier decisión. Pasar de las convicciones a la realidad, o lo que es lo mismo del frente de rechazo a la colaboración con el Gobierno está siendo un fiasco. Porque la realidad de una organización podrida cambia cada día y el descrédito de las instituciones entre la ciudadanía, arrastra a quién posibilita, con la abstención, su permanencia en el poder.