Hace unos cincuenta años, los pueblos del Bajo Aragón comenzaron a prepararse para hacer frente a un destino totalmente contradictorio. Hace aproximadamente medio siglo, los pueblos del Bajo Aragón emprendieron el camino de la modernización, al mismo tiempo que muchos de sus vecinos consideraban seriamente que aquel no era el mejor lugar para ver crecer y prosperar a sus hijos.

Es verdad que el llamado éxodo rural había comenzado mucho antes, en la década de los cincuenta, junto con las grandes oleadas de emigración económica hacia Europa; pero entre finales de los sesenta y mediados de los setenta, muchos de esos pueblos del Bajo Aragón sufrieron una paradójica transformación: al tiempo que se llevaban a cabo en ellos tareas civilizadoras de gran calado, como la llegada del agua corriente a las casas o el alcantarillado y pavimentado de las calles, esas mismas casas y esas mismas calles se iban vaciando de seres humanos y se llenaban de sombras y de silencios.

Resulta chocante que la llegada a los pueblos de los más elementales adelantos urbanos coincidiera con la confirmación de su fatal declive. Se diría que la pérdida de su condición rural hizo a los pueblos vulnerables a los encantos de la ciudad. Sus hasta entonces dóciles pobladores ya no pudieron resistirse a la evidencia del contraste y decidieron casi en masa que el campo no era para ellos.

Con un reciente y brillante ensayo así titulado, Sergio del Molino ha acuñado una expresión, La España vacía, que refleja con precisión esa realidad contradictoria. La España vacía, que representan hoy con todo merecimiento esos pueblos del Bajo Aragón, empezó a dejar de ser rural como había sido siempre, para convertirse en un remedo de la ciudad y empezar a desaparecer como desaparecen los recuerdos cuando sus titulares son abandonados por la vida.

Hace unos días, asistí a un funeral en uno de esos pueblos de la España vacía. Asistieron casi todos los que en los últimos cincuenta años se han resistido al éxodo y buena parte de los que partieron en uno u otro momento de ese medio siglo. Es rara esa unanimidad, cada vez es menos frecuente asistir en las ciudades a ese tipo de solidaridad ante la muerte.

Pero de entre todos los que compartimos el dolor de la pérdida, me interesa hablar ahora de cuatro personas, cuatro hombres, de los que uno es, además de mi padre, el difunto. Esos cuatro hombres iniciaron hace más de medio siglo sus vidas adultas en un pueblo de la cuenca minera de Teruel, un pueblo con nombre de país pequeño y raro, un pueblo grande y próspero en medio de la España vacía, un pueblo en el que lo rural y lo industrial han convivido en medio de una transformación todavía en curso que, si nadie lo impide, puede acabar llevándoselo también por delante.

No voy a hablar de la central térmica de Andorra ni de los problemas del sector minero, lo que trato de rememorar es de otra naturaleza, ocurre hace más de medio siglo y les importa sólo a unas pocas personas que se han reunido hace unos días para despedir a uno de ellos, el primero en abandonar un mundo que tiene ya muy poco que ver con aquel en el que se conocieron. Es un mundo de mineros, de viajantes, de pastores y de ferroviarios, que ya no existe. Es un cosmos anclado en infraestructuras que dejaron de ser útiles demasiado pronto. Es un universo de relaciones personales cultivadas a fuego muy lento.

Esos cuatro hombres tienen nombre, hay un Paco, hay un González, hay un Raimundo y hay un Carmelo. La muerte de uno de ellos es la primera y supone el desvanecimiento de la cuarta parte de la memoria directa de una desaparición mucho mayor, la de un mundo que se transforma desesperadamente, al tiempo que se esfuma. Las imágenes son certeras, analógicas y en blanco y negro, como las de ese tiempo perdido: González, el más enérgico, se golpea la palma de la mano izquierda con el puño derecho y repite el nombre del ausente con una mezcla de rabia, resignación e impotencia. Paco protege con su silencio las palabras que ya no serán dichas y sopesa, con el aplomo que siempre tuvo, el valor incalculable de una amistad con mayúsculas.Raimundo no quiere ocultar su pena ni se esfuerza por reprimir un llanto hondo y sincero, de una honestidad a prueba de bombas. Los tres saben, como yo sé, que la España vacía del Bajo Aragón estará a partir de ahora un poco más vacía.

*Escritor