En España, la secular clase dominante instituyó como privilegio esencial del poder la facultad de robar aquello que estuviese a su alcance, de manera impune y sin que tal acción tuviera repercusiones sobre su fama y honor. En los siglos XIX y XX, esta tradición prácticamente no tuvo líneas de cesura porque siempre mandaron los mismos. Sólo sufrieron algún brevísimo sobresalto durante las dos repúblicas, y al fin la dura experiencia de una guerra civil que acabó con su victoria y la sublimación del daño recibido mediante una venganza atroz. De esta manera, la corrupción (antaño oculta e innombrable) ha sido un hilo conductor de nuestra historia. Y ahora, en estos tiempos de tambaleante democracia, comprobamos cómo ese vicio nacional no sólo persiste expandido por los canales del nuevo capitalismo sino que ha prendido en no pocos hombres y mujeres nuevos. Estos, conforme obtenían a lo largo de los últimos treinta y tantos años importantes cuotas de poder político y social, caían en el viejo pecado. Siendo jefes, pensaron, ¿por qué no ejercer de tales, imitando a quienes lo habían sido toda la vida? Ahora, chorizos de antes y de después lanzan sobre los contribuyentes un letal fuego cruzado. Nos someten a un despiadado saqueo; nos arrebatan la ilusión y la esperanza.

Esto es insufrible. Cuando oyes que sólo en una caja gallega el rescate bancario nos costará 8.000 millones, cuando lees el cruce de mensajes entre Blesa y la familia Aznar, cuando te enteras de los detalles relativos a la compra del ático del presidente madrileño o al supernivel de vida que disfruta el yernísimo Alejandro Agag, cuando conoces los sórdidos detalles de la corrupción en el ámbito sindical, cuando sufres el chantaje que las eléctricas (monopolios públicos convertidos en monopolios privados) perpetran trimestre a trimestre... cuando, en fin, estás harto y cabreado, aún has de hacerte a la idea de que te queda mucho por ver y saber.

Así, en plena tormenta, los amos de la dehesa regresan con el rebaño al redil, como siempre. Y la Marca España retorna a su histórico significado: atraso, autoritarismo y corrupción.