Vive en mi barrio un caballero holandés con el cual coincido en la compra y en el quiosco (de tal afición a la gastronomía y al papel deducirán ustedes que los dos tenemos ya cierta edad). Y últimamente le encuentro cada vez más inquieto y enojado. Cree que en España (país que sin duda ama) la democracia se está yendo al garete. Se asombra de la dureza policial, de la contrarreforma legal, de la actitud de este Gobierno, del empobrecimiento general... Su criterio (el de un europeo moderado y culto) choca con la realidad que ve y palpa a diario. Considera que los viejos demonios ibéricos andan sueltos. Estoy de acuerdo con él.

En los últimos tiempos, las organizaciones internacionales (UE y ONU) nos han sacado los colores. Por cuestiones básicas: el boicot de Wert a las becas Erasmus, la devaluación de los derechos individuales, el abandono de las víctimas del franquismo, la paulatina conversión de la amnistía del 77 en una ley de punto final que ampara crímenes contra la humanidad... España incluso ha salido a relucir en la reciente andanada de Naciones Unidas contra el Vaticano, por el repugnante episodio del tráfico de niños que las autoridades han investigado tarde y mal. Volvemos pues a las andadas. Se cierne sobre nosotros un Régimen nacionalcatólico, injusto y autoritario; envuelto, eso sí, en los celofanes de una democracia líquida y sometido a peligrosas tensiones. El actual descrédito del entramado institucional (partidos, organizaciones sociales y Monarquía) impulsa la demencial idea de que antes todo era mejor, no había corrupción y el supuesto apoliticismo de Franco evitaba distracciones y gastos superfluos. Es mentira, claro, pero va colando. En las actuales condiciones casi todo cuela.

La democracia no es nunca una categoría absoluta. Pero cuando su calidad desciende por debajo de ciertos límites deja de existir. Vamos hacia ello. Ese es el motivo por el cual mi vecino holandés y yo opinamos que el voto aún puede ser útil. Aunque solo sea para frenar la deriva actual y pararles los pies a quienes pretenden convertirnos (¡otra vez!) en los enfermos de Europa.