El cristianismo copió la fijación trinitaria de las religiones antiguas. Pero como heredaba del judaismo el dogma monoteísta, tuvo que inventar eso de las tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Traído el tema a las cuitas internas del PAR, Biel, Aliaga y Boné deberían hacerse a la idea de que más vale ser uno y trino que reventar por las costuras del Olimpo.

Bueno, José Ángel y Arturo mantienen una relación acorde, a través de una encarnación paternofilial de lo más ortodoxa. Primero fue Biel, presencia y verbo absolutos, quien ahora seguirá siendo el que es encarnándose en el bueno de Aliaga. Hasta ahí, la cosa encaja y el principio de íntima unidad se salva con divina perfección. Lo malo es que Boné, aunque revolotea sobre la escena, está tan fuera de la comunión espiritual que exigiría la fusión de las personas en una sola, que no me atrevo a equipararlo con la paloma de los retablos. Semeja más bien una picaraza buscando nidos ajenos para merendarse los huevos. El actual portavoz regionalista en las Cortes aragonesas es además el mundano jefe de un peculiar sector del PAR capaz de utilizar recursos casi heréticos para encandilar a los cofrades del partido. Anatema.

Alfredo Boné no encaja en ninguna evocación teológica. Pero sus argumentos parecen verdaderos, a la vista de la inaudita forma que tiene José Ángel Biel de renovar su partido. ¿Renovar? En el Aragón político no se renueva ni Dios. Y ése es el único artículo de fe vigente. Vale para el PAR, donde el Padre se va (al Congreso dicen, que el Senado es cosa de prejubilados) pero en realidad se queda convertido en Arturo Aliaga, hechura suya. Vale también para el PSOE, donde las arenas movedizas de un censo impenetrable han engullido todo simulacro de primarias y el pacto entre familias mantiene en paz el panteón. Del PP qué puedo decirles: allí reina la reina, sobre quien reina a su vez el omnipotente Rajoy. Luego están IU, CHA y los demás. Deberían unirse, entenderse y abrirse al mundo. Pero Satán les tienta y la carne es flaca.

Qué lógica resulta la incredulidad. ¿No os parece, hermanos?