Cada vez más, los canales de TV dedicados a los documentales usan como relleno material que tiene por objeto a) teorizar sobre la presencia de extraterrestres en nuestro planeta, o b) intentar demostrar que la Biblia relata hechos ciertos. Es un planteamiento delirante, porque el argumento de que las pirámides egipcias o mayas, los templos incas y las estructuras megalíticas sólo pudieron ser construidas con la ayuda de seres superiores llegados desde el espacio está pasadísimo y carece de fundamento. Los arqueólogos han explicado mil veces cómo se hicieron esos monumentos y en muchos casos la documentación al respecto es abrumadora. Sabemos perfectamente de qué manera se levantaron los moáis en la isla de Pascua o se dibujaron sobre la pampa de Nazca (Perú) los famosos geoglifos. Todo fue obra de los seres humanos. No existe la más mínima prueba de que los alienígenas pasarán por allí o por ningún otro lugar.

Pero, aunque parezca increíble, hay gente que cree en estas naderías. Como existen activos grupos cristianos empeñados en buscar el arca de Noé en el monte Ararat o desentrañar las verdades del Antiguo Testamento, incluyendo las que proceden de la Leyenda de Gilgamesh y otros mitos mesopotámicos. Sus investigaciones no llegan a ninguna parte (en el Ararat, los lugareños entierran maderas viejas para mantener la ilusión), pero dan lugar a curiosos documentales adobados con palabrería pseudocientífica.

Es obvio, pues, que no pocas personas se sienten atraídas por la patraña. La cosa no tiene remedio. Es lo mismo que pasa en Zaragoza con el famoso y siempre polémico tema del tranvía. No importa que tal sistema de transporte acredite sus ventajas y resulte mucho más seguro, fiable y limpio que cualquier otro, o que esté presente en cada vez más ciudades de todo el mundo. Sus detractores se aferran a las tesis contrarias con el ciego ahínco del aficionado a las leyendas que mira un bajorrelieve maya, contempla allí la representación de un dignatario con su tocado de madera y plumas... y dice ver un astronauta con la escafandra puesta. Qué suplicio.