Los políticos siempre quisieron exhibir su poder. Nosotros mandamos, proclamaban y proclaman aún desde parlamentos y plenos, ruedas de prensa y tomas de posesión. Por eso, cuando el sistema se gripó, todas las miradas se volvieron hacia ellos y el clamor popular pasó a reprocharles los sueldos, los chóferes, las escoltas y los asesores. Los episodios de corrupción han dado el tiro de gracia al prestigio de los gobernantes. La incapacidad demostrada a la hora de afrontar la crisis y sus consecuencias les ha dejado KO.

Sin embargo esos cargos electos son desde hace tiempo figuras interpuestas sumidas en una creciente impotencia. Nunca como ahora la economía, y en particular la economía financiera, había sido tan decisiva, tan capaz de mover los hilos y hacer bailar a jefes de estado y de gobierno al son de sus intereses. Obama, el hombre más poderoso de la Tierra, ha discurrido por dos mandatos sometido al complejo industrial-militar, viendo cómo sus proyectos fracasaban uno tras otro y cómo los grupos de presión de la energía o los seguros médicos boicoteaban sus iniciativas.

En Europa, Merkel no pasa de ser la portavoz de la banca alemana y Hollande, la última gran esperanza socialdemócrata, ha acabado siendo... nadie. Rajoy es un mandao que apenas podría poner un pero a los dictados (más o menos sutiles) de esos personajes (miembros de familias importantes, altísimos burócratas de las grandes compañías, financieros de relieve) que hemos visto desfilar por los funerales de Emilio Botín o Isidoro Álvarez. Así, España se somete a los oligopolios (el último en configurarse, el de las telecomunicaciones) y la deuda pública se dispara mientras el Estado rescata las autopistas de peaje o indemniza con una cantidad astronómica a Florentino Pérez por el fiasco de las depósitos naturales de gas en el Mediterráneo.

La élite se ha reorganizado. Ha creado sinergias entre sus diversos intereses y negocios. Ha incrementado su capacidad de presión. Ejerce su control en las instituciones. Y seguramente observa con una media sonrisa cómo los pobres políticos soportan la ira ciudadana, sometidos al rigor del voto.