La imagen de Mariano Rajoy autoproclamándose adalid de la lucha contra la corrupción, codo a codo con José Antonio Monago, expresa mejor que cualquier sesudo análisis la simple falsedad del propósito 2regenerador1 alegado por el presidente del Gobierno. La escenificación (precisamente en Cáceres) del cerrado apoyo de los conservadores al presidente extremeño, las patéticas pamemas del alcalde de Badajoz, las ovaciones a la búlgara, el numerito del casco de bombero y todo lo demás es un estridente mentís a la pretensión de que el Sistema (en su versión de derechas) sea capaz de acabar con la corrupción. Mientras, un cuasi desconocido diputado turolense dimitía ipso facto por la misma (exacta) razón que ha provocado en Monago un ridículo (por lo falso) arrebato ejemplarizante.

Al margen de las conspiraciones palaciegas en el seno del PP, de la tensión larvada entre Rajoy y algunos de sus barones o del cálculo preelectoral, está claro que la dureza de Rudi resulta mil veces más coherente y acorde a la situación que la indulgencia de la alta dirección conservadora. De hecho, un sucedido como éste de los amorosos viajes a costa del contribuyente habría provocado un desenlace a la turolense si el protagonista hubiera ocupado escaño en cualquier parlamento de la Europa democrática. Dimisión y mutis por el foro. En España, sin embargo, el código básico del honor público aún no ha entrado en la mollera de los jefes. No distinguen lo ilegal de lo incorrecto (¿salvo en Aragón?). Se empeñan en considerar privado lo que pagan con el dinero de todos. Y por supuesto defienden sus privilegios con uñas y dientes. Monago quiere hacerse pasar por víctima. El colmo de los despropósitos.

La frívola (y chusca) naturaleza del caso resultará tanto más irritante para una opinión pública con la sensibilidad en carne viva. La gente de la calle no capta muy bien el contenido de las macroestafas perpetradas en los entrebastidores financieros y empresariales. Pero estas sinvergonzonerías de viajes y tarjetas black las capta a la perfección. Y el cabreo sigue creciendo.