Todos recordamos que Bauman nos dijo que el nuestro era un mundo líquido a diferencia de lo que fuera en otros tiempos cuando la certeza y el aplomo de los estados y su Derecho lo hacían sólido. Por otro lado, mucho antes de eso, Marx nos había advertido de que «todo lo sólido se desvanece en el aire» de modo que, de alguna manera, podría decirse que ya estábamos avisados. Creo que ambas imágenes son apropiadas e incluso brillantes. Lo que se me ocurre que, tal vez, podría añadirse es que si en su día nos señalaron la consistencia líquida e incluso gaseosa de la vida humana, tratando de mostrar sus altas dosis de contingencia, hoy además observamos que el líquido no siempre fluye, que los fluidos pueden quedarse estancados. Algo de eso pasa, a mi parecer, en nuestro complicado mundo. La vertiginosa rapidez con que se suceden los descubrimientos e inventos científicos y técnicos dejan en evidencia el estancamiento en otros ámbitos donde la decisión individual y colectiva parece fluctuar entre la inercia y la agitación sin conseguirse un ritmo, siquiera lento, de movimiento. Me surgen dos preguntas al respecto: ¿por qué? y ¿cómo salir de esa especie de largo entreacto? ¿Por qué ahora, con todo supuestamente a nuestro favor, no somos capaces de crear más allá de la tecnología? No me refiero al arte, algunas de cuyas manifestaciones siguen siendo sobresalientes, me refiero al campo de lo político, lo jurídico y lo económico, lo social en suma. Se me ocurren de momento dos causas. Primera: que también la crítica, como casi todo lo demás, está en crisis, pues no es capaz de despertar y modificar lo criticado, segunda: que el proceso de generación del individuo sin individualidad que ya venía de atrás no para de hacerse más veloz y profundo. Por otro lado sería entre deshonesto e ingenuo engañarse respecto a la naturaleza humana: nunca fuimos ángeles, ni siquiera son más las veces en que nos hemos puesto de acuerdo a través del diálogo sin recurrir a otros medios y procedimientos más expeditivos. Albergamos intereses distintos, a menudo opuestos, cuya gestión nos lleva de la inmovilización a la convulsión y viceversa. Es posible que esta opinión pueda parecer pesimista: habrá quien piense que las cosas no van tan mal, que las cosas van como pueden ir y sí, también eso me parece cierto. Siempre nos hallamos a medio camino entre la experiencia y la esperanza y justo ahí, donde ambas convergen aparece la ventana de la decisión y la libertad. En ocasiones pregunto a mis alumnos cómo consideran que podría mejorarse el alto porcentaje de delitos de odio que no cesa de crecer, casi todos alojan en la educación la solución a ese y otros problemas. Por supuesto no se me ocurre decir ni pensar que no sea así, sin embargo, lo que antes se perfilaba como respuesta casi obvia hoy resulta problemático: ¿la educación impartida por quién?, ¿y si el odio también se cobija en aquellos a quienes se confió la educación? A todos nos vienen ejemplos a la cabeza tanto del presente como del pasado, cercanos y lejanos cuando los nacionalismos excluyentes se erigieron en poseedores de la verdad, la razón y el bien, desterrando a todo aquello y todos aquellos que no «comulgaban» con tales ideas. Sí, hay mucho de reverencia religiosa en todo ello. En ese momento, tras escucharles, aporto mi idea de la educación: abrir los ojos a lo que ya se mira pero no se ve. A lo cual no se accede ni por oposición ni por filiación política, sobre todo cuando el espacio concedido al sentido común parece estrecharse. H *Universidad de Zaragoza