Según todos los indicios los españoles iremos a las urnas el 26-J. No es un drama. Nunca el votar es malo. No obstante, a la hora de elegir nuestra papeleta me pregunto sobre las motivaciones. ¿Serán los contenidos de los diferentes programas electorales? ¿Se modificarán con respecto a los de las elecciones del 20-D? ¿La corrupción afectará o seguirá siendo irrelevante? ¿Se premiará a los políticos que han hecho más esfuerzos reales o ficticios para formar un gobierno? ¿Tendremos en cuenta los posibles pactos futuros, que todos deberíamos conocer? ¿Seguiremos las encuestas encargadas ad hoc por los grandes medios? ¿Votaremos en función de las emociones o de los raciocinios?

En democracia el elector, antes y después de votar, debe tener acceso a un conjunto suficiente de informaciones independientes. Siguiendo a Raffaele Simone, tal como ha dicho Robert A. Dahl: en democracia el ciudadano debe tener iguales y efectivas posibilidades de conocer las posibles alternativas políticas y sus probables consecuencias. Naturalmente, esto significa también que los ciudadanos voten en condiciones de equilibrio y de racionalidad.

En el escenario democrático hay tres aspectos a tener en cuenta. Las fuentes de información deben ser independientes y comprensibles. Un poder transparente, que muestra sus actos y los hace accesibles a través de los medios de comunicación. Por último, los electores deben ser capaces de entender y confrontar las informaciones recibidas y luego utilizarlas como fundamento de conocimiento para sus opciones.

En cuanto a las fuentes de información, existe una gran desconfianza hacia los medios de comunicación privados, porque son propiedad de grupos o personas con negocios vinculados con la política. El capital financiero global ha creado grandiosas concentraciones mediáticas. La información vía web ha incrementado la información pero a costa de dificultar la accesibilidad a la verdad. La desconfianza en España también existe hacia los medios públicos por su imparcialidad. No tienen nada que ver con la BBC, que se enfrentó a Tony Blair por el asunto de las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein. En TVE sería inconcebible, donde el PP colocó como jefe de informativos a José Antonio Álvarez Gundín, que llegó desde la subdirección de opinión del diario La Razón.

El poder en lugar de ser transparente, se muestra encubierto por el secretismo y por auténticas mentiras. Los ejemplos de estos comportamientos por el gobierno del PP son muchos y vergonzosos: antes de las elecciones del 20-D ocultó el déficit con los inevitables recortes. Aquí se produce uno de los más graves incumplimientos de la democracia, definida por Norberto Bobbio "el gobierno de lo público en público"; y de la "transparencia", entendida como "visibilibilidad, cognoscibilidad, accesibilidad y controlabilidad".

Por ello, el elector no tiene un conocimiento suficientemente informado de los asuntos sobre los que tiene que decidir su voto. Este hecho nos introduce en el crucial problema de la opinión pública, o sea del conjunto de los ciudadanos. ¿De qué calidad es esa opinión pública, que permita votar a la gente con equilibrio y raciocinio? Diferentes autores del siglo XX han considerado que la calidad es mala, como Josep Shumpeter, el cual reconoce que el ciudadano normal se mueve por el hecho imprevisto, la imaginación, el prejuicio ideológico o personal, el despecho o el favor, el efecto seductor o repulsivo que un grupo o persona le inspiren.

Tampoco contribuye a una buena calidad de la opinión pública, la ocupación mediática del espacio político. La absorción casi total y absoluta del espacio tradicional de la política --la plaza pública y el Parlamento-- por los medios de comunicación, especialmente de la televisión, provoca un claro deterioro de la información política. Esta ha de adaptarse a los códigos de funcionamiento de los medios de comunicación, para maximizar la audiencia en un espectador que busca la evasión y las emociones. Aunque la política ha tenido siempre algo de espectáculo, por la oratoria, la impostación de la voz, una cierta teatralidad, lo que verdaderamente constituía el aspecto central del discurso político: el razonamiento, la validez de los argumentos, el espesor de las ideas y de las palabras, en definitiva, el imperio del logos; todo esto se ha perdido por la mediatización de la política. Pero hay otras degeneraciones: personalización de la dialéctica política (los políticos, no la política son los protagonistas); la extrema simplificación de los mensajes; el espacio cada vez más reducido al contenido de las propuestas políticas, recurriendo al escándalo y a la vida privada. Este tema lo han estudiado Giovanni Sartori en el Homo videns. La sociedad teledirigida; Norberto Bobbio en Derecha e Izquierda; y Manuel Castells en La Era de la Información.

Como conclusión ninguno de los tres puntos del escenario democrático señalados por Dahl soporta el análisis. La opinión pública surge en una mínima parte de la elaboración razonada de informaciones bien fundadas y en gran parte de estereotipos, rumores, charlas en la barra del bar, de cuatro frases llamativas en programas de seudodebates en televisión, de prejuicios y antipatías o simpatías.

Profesor de instituto