Europa se ha convertido en destino de inmigrantes, por lo que se conmueve, se agita por la necesidad de sus habitantes de reafirmar sus identidades. Continuamente se plantean preguntas sobre qué es ser europeo, francés, español, o finlandés. No hay respuesta a tales preguntas. No se ha elaborado una lista, totalmente imposible, para caracterizar tales identidades. Al ser un sentimiento, es algo inefable.

Según Patxi Lanceros en su libro El robo del futuro, la llegada de los inmigrantes-agrupados en colectivos por etnia, lengua, religión, costumbres, propicia el surgimiento de movimientos, no solo políticos, que demandan credenciales de autenticidad, basados en rasgos que constituirían lo propio frente a la invasión de lo ajeno. Hay muchas formaciones de este perfil y algunas pueden ser clasificadas de fascistas. Esta deriva es muy peligrosa, y para hacer frente a ella hace falta una gran política, que no se base en esa pregunta: ¿qué somos? Pregunta que sirve para incendiar las relaciones sociales y culturales, para trazar líneas de fractura y de discriminación, con la subsiguiente violencia y criminalización. Porque es claro que cuando se apunta hacia lo propio, en general se dispara contra lo ajeno. La respuesta a la pregunta identitaria, suele derivar en un conjunto de descalificaciones dirigidas al inmigrante. Lo que propicia temores, fácilmente transformados en odios. Situación perversa que se extiende impunemente en la agenda europea, sin que le importe ni mucho ni poco a su ciudadanía.

Asusta el modo en el que se mueve el debate sobre la inmigración: un modo en el que predominan, casi en exclusividad, los aspectos económicos y jurídicos, prescindiendo de todos los demás. Últimamente ha surgido el de la seguridad. Lo único importante son las cifras, los números. De acuerdo con las políticas europeas, los inmigrantes no cuentan, se cuentan. Se cuentan en los institutos, en los ambulatorios, los servicios sociales, se hacen estadísticas de su actividad legal o ilegal, se discute sobre el número de irregulares o de la cuota de refugiados. Muchos, demasiados, excesivos: es el único lenguaje usado cuando hablamos de inmigración.

Y es esta política numérica, la que inspira otras. Por ejemplo, una política sobre o para la inmigración; pero, no una política de, desde y para los inmigrantes. No obstante, si somos tan civilizados, tendremos que considerar alguna vez a los inmigrantes, como personas, como sujetos políticos con derechos.

Igualmente tendríamos que librarnos de otra secuela de la obsesión numérica: la consideración de los inmigrantes en términos exclusivamente económicos, de utilidad; de su valor de uso. Parece que la única justificación de su permanencia entre nosotros es ese valor de uso: al realizar trabajos rechazados por los autóctonos o sus contribuciones fiscales. Nadie cuestiona que se puede hablar de su utilidad. Lo que se cuestiona es que el lenguaje sea exclusivamente el de su utilidad. Y no, el lenguaje de la dignidad, que supone considerar, como señaló Kant, que en cualquier situación es moralmente obligatorio tratar a toda persona, inmigrante o no, como fin en sí mismo y nunca como medio.

En Europa hablamos de la conveniencia del diálogo entre diferentes. E incluso se elogia la diferencia. Mas, de improviso, el diferente llega y no se sabe qué hacer con él. Establecemos una normativa legal, que (i)legaliza su presencia. Tendríamos que hacernos la pregunta: ¿Se puede, se debe, incluir en el código del derecho, la inmigración, la diferencia? O se ha de buscar otra inclusión sin reclusión, sin exclusión: el lenguaje de la hospitalidad. Por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro grado de barbarie o de civilización. Lenguaje de la hospitalidad, que se practicó y teorizó, a lo largo de la historia y en muchas culturas, especialmente en las bañadas por el Mediterráneo. Repito el Mediterráneo conscientemente. Por ejemplo, en la cultura griega arcaica, donde la hospitalidad estaba institucionalizada. Una institución que daba prestigio y reconocimiento público, a quien la practicaba; y desprestigio a quien hacía caso omiso de ella. También hay otros ejemplos en el mundo judío o musulmán. En Europa, el único código de referencia para tratar con el otro, es el legal, el artefacto del derecho, que se pliega a determinas exigencias que no tienen nada que ver con la justicia y la dignidad. Leyes que se cambian según las necesidades, como, por ejemplo, una crisis económica, prolonga o difiere una restricción. La hospitalidad es otra cosa. Porque quizá haya una justicia que ignore la ley; como hay una ley que nada sabe de justicia.

Para Michael Walzer, la hipocresía es el grado mínimo de moralidad. Ahí, en ese casi subsuelo de la moral, está instalada la política inmigratoria europea. En las fronteras, Europa despliega una tanatopolítica, en la que la muerte del otro intentando llegar a la Tierra Prometida es justificable, pues la culpa no es nuestra. En las fronteras abiertas al comercio de bienes y armas, mueren las personas. La Europa barrera sigue su imperturbable carrera hacia un futuro de iniquidad.

*Profesor de institutoSFlb