Con motivo de la pérdida de impulso de la llamada "primavera árabe" --expresión más fruto del deseo que de la realidad-- un editorialista de Le Monde afirmaba que la democracia, según demuestra la historia, no es fruto de la rebelión, sino de la evolución. A ese jarro de agua fría sobre los movimientos populares y su eficacia se han unido otras veces, como la del profesor Daniel Innerarity, quien razonablemente nos reprocha nuestra fascinación por la "espontaneidad" popular.

El análisis del filósofo y profesor no se refiere tanto a las revueltas del mundo árabe como al fenómeno nacional de los indignados, que tiene su arranque en las pasadas elecciones municipales y autonómicas. Somos ya muchos los observadores que pensamos que la falta de organización, articulación, liderazgo y concreción del movimiento 15-M le está llevando a la más completa inanidad y a convertir su protesta itinerante más en una revuelta hormonal que en una oleada de regeneración cívica.

Está de moda desmerecer nuestra democracia representativa. Es, claro, muy perfectible. Pero quienes apoyamos su reforma profunda, no simpatizamos necesariamente con esos movimientos sociales minoritarios --muy minoritarios, mal que les pese-- que pretenden vendernos inverosímiles y caducados ungüentos amarillos. En la ola de populismo global que nos invade en este cambio de época, conviene mantener el escepticismo ante estas medicinas tan inútiles como decepcionantes.

Periodista