Son muchos los centros educativos de infantil y primaria que se hallan sumidos de nuevo en el debate sobre la aplicación de la tradicional jornada partida o la novedosa jornada continua, que cada vez se extiende más por nuestro país, hasta el punto de que ya hay una mayoría de comunidades autónomas que la aplican con total normalidad. Los motivos para defender una u otra van mucho más allá de cuestiones educativas, pues tienen que ver, de modo muy importante, con los horarios laborales de padres y madres, y también del profesorado al cargo.

En todo caso, nos hallamos ante un debate realmente complejo, en el que es imposible argumentar, de modo decisivo, que una jornada es mejor que la otra, al menos desde la perspectiva de los ritmos y rendimientos escolares. Aunque he leído en algún blog defensor de la jornada partida que todos los estudios la consideran más beneficiosa, esa es una afirmación que no coincide con la realidad. De hecho, hay estudios para todos los gustos. Así, mientras unos, desde la defensa de la jornada partida, argumentan, con lógica, que en las horas finales de la jornada continua el nivel de concentración disminuye (aunque estamos hablando de una jornada de cuatro horas y media, que tampoco es excesivamente larga), desde quienes defienden la continua se incide en que tras la comida, como todos bien sabemos, la atención cae a mínimos. Otro argumento en defensa de la partida, según quienes la apoyan, es que permite una mayor socialización de niños y niñas, pues les obliga a pasar largos periodos juntos, bien sea en el patio o en el comedor; sin embargo, quienes apuestan por la continua entienden que parece excesivo que para recibir cuatro horas y media de clase, el alumnado deba permanecer nada menos que ocho horas, casi el doble, en el cole. Si nos dijeran que para desarrollar nuestro trabajo de cuatro horas, supongamos, debemos permanecer ocho en nuestro centro de trabajo, a buen seguro que no nos parecería una organización razonable. Y a quien nos dijera que así podemos tomarnos cafés o charrar con nuestros compañeros de trabajo, quizá le mandáramos a paseo.

Es evidente que en una sociedad tan exigente como la nuestra, en la que la mayoría de la población tiene ocupada buena parte del día en su trabajo, la escuela desempeña, como decíamos, una labor que va más allá de lo educativo. Son muchas las familias que por necesidad han de mantener en los centros educativos a sus hijos e hijas más horas incluso de las que desearían. Esa es una realidad que no se puede soslayar y que hay que tener muy en cuenta. Desde esa perspectiva, una organización escolar que hace que las clases acaben a las 12.30 de la mañana parece evidente que no sirve a nadie e imposibilita a personas que podrían recoger a sus hijos e hijas a mediodía poder hacerlo.

Precisamente ahí creo que se encuentra el argumento más claro en favor de la jornada continua. Como decía, hay familias que, por motivos fundamentalmente laborales, necesitan que sus hijos permanezcan en la escuela hasta las cinco de la tarde; también las hay que, por cuestiones de socialización, desean que así sea. Esa necesidad o ese deseo puede ser cumplido de igual manera por la jornada continua y por la partida. Sin embargo, hay otras familias que tienen la posibilidad de recoger a sus hijos a mediodía, que tienen la gran suerte de poderse organizar con ese fin. Ese deseo solo puede ser cubierto desde la jornada continua, pues la partida les obliga a dejarles en la escuela hasta las cinco. Es decir, la jornada continua permite a todas las familias cumplir sus expectativas, a diferencia de la partida, que se convierte en una imposición innecesaria para muchas familias y, especialmente, para muchos niños y niñas. Es decir, a diferencia de la jornada partida, que perjudica a una parte de la comunidad escolar, la continua a nadie lesiona en sus derechos y a todos beneficia en sus necesidades. La conclusión debiera, entonces, ser evidente.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza