Lo peor de lo que nos pasa es que Luis Bárcenas no es un garbanzo negro aislado o un delincuente espontáneo, sino el resultado lógico de lo que han hecho los dirigentes políticos españoles desde la transición hasta ahora. Tampoco es una cuestión menor que Mariano Rajoy, que ahora intenta parecer una víctima, forme parte de la lista de los causantes por su colaboración a la continuidad de un mal modelo y por su resistencia a cambiarlo de verdad.

No solo es Rajoy. Quienes han formado y forman parte de las cúpulas de los grandes partidos son directa e indirectamente, voluntaria e involuntariamente, los principales responsables de que sea posible y tenga tanta impunidad la extensa corrupción pública que hay en nuestro país. Concentrando abusivamente todos los poderes y sin impulsar el desarrollo de verdaderos contrapesos de la sociedad, esos grandes partidos han creado tanto la situación esperpéntica que vivimos como el bloqueo de lo que en cualquier otra sociedad democrática serían las salidas lógicas de un impasse como el nuestro.

La clave histórica de esta cuestión está en la transición. Al morir Franco, el miedo a la falta de una tradición democrática y a los poderes fácticos autoritarios que permanecían vivos condujo a una construcción constitucional española muy hermética. Se atribuyeron prácticamente todos los poderes los grandes partidos (en aquellos momentos, UCD y PSOE, y en las autonomías, los partidos nacionalistas) por cierta lógica: los partidos eran entonces los únicos depositarios nítidos de la voluntad popular democratizadora.

Así nacieron, bendecidas por Adolfo Suárez, Felipe González, Manuel Fraga y Jordi Pujol principalmente, nuestra rígida Constitución y unas nuevas instituciones oficiales muy impermeables, y la ausencia de controles efectivos sobre la clase política recién llegada. Estos líderes de las formaciones beneficiadas por la concentración de todo el poder en los grandes partidos fueron quienes protagonizaron después, cuando ya se diluyeron la presión del franquismo sociológico y el chantaje de los militares y los altos magistrados heredados de la etapa anterior, el gran error: una política sistemática de cerrazón. Esa fue su traición al espíritu de la transición: se negaron a efectuar progresivamente cambios democratizadores (la federalización del Senado, una ley de partidos que recortase el poder omnímodo de sus aparatos, una ley electoral más justa- y una ley de transparencia eficiente). Por conveniencia propia, rechazaron someter las instituciones a controles eficaces. Líderes posteriores, como José María Aznar, siguieron por esa senda.

De este modo, una minoría de personas ha administrado prácticamente todo el poder desde las cúpulas de los dos partidos gubernamentales. Han mandado y legislado, han decidido quiénes accedían a los altos cargos (incluso los representativos, a través de listas cerradas confeccionadas por ellos), a quiénes se concedían las privatizaciones- Desde esas mismas cúpulas han designado asimismo, absurdamente, a quienes tenían que haberles controlado a ellos y a sus partidos. Y a la aristocracia de la vida judicial y la vida económica del sector público (por aquí llegó el agujero de tantas cajas de ahorros), y a los máximos responsables de los medios de comunicación públicos, cargándose así otro de los posibles contrapesos.

Los miembros destacados de los partidos dominantes tienen mucho a defender. Cuando están en el poder, los cargos públicos solo están poco retribuidos en principio. Como sabemos por el PP (y no es una excepción, aunque sea la formación más exagerada), para bastantes dirigentes hay sueldos complementarios de los partidos y abundan las dietas por ejercer cargos complementarios (en consejos de administración o instituciones dependientes de la esfera gubernamental) aunque realicen esas otras tareas en horarios de su trabajo habitual y detrayendo su dedicación a la función por la que ya están retribuidos.

Este esquema es el caldo de cultivo idóneo para personajes como Bárcenas. Pero ese gran nivel de poder e influencia de los líderes de primer y segundo nivel de los partidos es lo que luego defienden ellos como sea, azuzando un partidismo desmesurado y la continuidad del statu quo. Para seguir disfrutando de todo eso han construido el muro de opacidad y de falta de controles que ahora ha caído, con todas sus consecuencias, encima de la gente de la calle. Porque en democracia la opacidad suele desembocar en corrupción. Y mucha opacidad, en mucha corrupción. Aquí nuestra corrupción tiene esta clave histórica. Ahora hay que lograr que la justicia sancione muchas conductas delictivas que se han aprovechado de nuestro pésimo montaje democrático. Pero lo verdaderamente importante es replantear de arriba abajo todo nuestro sistema político, desde la Constitución a los partidos. Todo lo demás es perder el tiempo.