Cada uno de sus cuadros se construía por sí mismo. Serge Poliakoff tomaba como punto de partida lo que él llamaba su sección dorada , así, con ecos de Alistair Crowley, o de esos iconos que él debió ver de niño, cuando su madre lo llevaba a las catedrales para fertilizar su fe.

Antes de la Revolución bolchevique, los Poliakoff eran una adinerada familia de Moscú. Criadores de caballos, abastecían de ejemplares a los regimientos del zar. Vera, la hermana de Serge, poseía un salón donde se daban cita los pintores y escritores de la época. Pero la lucha fraticida los arrojó, como le sucedería a Nabokov y a tantos compatriotas suyos de la vieja aristocracia, al exilio. De la noche a la mañana, Serge se encuentra en Constantinopla, donde, acompañado por su tía Nastia, cantante de fama, organiza un cuarteto. El tocará la guitarra, su segunda pasión, tras la pintura. Belgrado, Viena, Colonia y los cabarés berlineses ven actuar a los rusos blancos venidos a menos, pero será París, la Ciudad Luz, la que acoja definitivamente a los Poliakoff, y convierta a Serge en pintor.

"Cuando un cuadro calla, quiere decir que ha salido bien. Algunos de mis cuadros empiezan en el tumulto. Son explosivos. Pero no me doy por contento hasta que se tornan silenciosos. Una forma debe escucharse, no verse". Poliakoff escribe esta frase en su estudio parisino, donde su hijo Alexis ha comenzado a ayudarle en la elaboración de sus mixturas, tierras, tizas, carbones, aquellos elementos poco convencionales que su padre utiliza para colorear sus lienzos. No le gusta el barniz, su alegre brillo, su rápida evaporación. Además, en una visita al Museo Británico, en un despiste del vigilante, se ha dedicado a rascar sarcófagos con la uña, comprobando las sucesivas superposiciones de color que requerían las técnicas antiguas. De manera que trabaja a su modo, fabricando sus propias texturas, que guarda en frascos de mermelada.

Ha hecho figuración, y muy buena, y pintado unos nocturnos de París dignos de Degas, pero la influencia de Kandinsky y Delaunay lo atrapan, ya para siempre, para el expresionismo abstracto. Por esas formas misteriosas construidas a partir de su sección dorada pasará a la historia.

Si ustedes quieren saber algo más sobre este magnífico y descomunal artista, lo mejor que pueden hacer es darse una vuelta por el Palacio de Sástago, donde, por primera vez en España, se expone una muestra antológica de su recorrido pictórico.

Se trata, realmente, de una soberbia exposición. Los cuadros, tal como aconsejaba el propio creador, desaparecido en 1960, se admiran bajo una luz tenue, que tiende a difuminar los colores. El efecto de silencio, casi religioso, de calma y, al mismo tiempo, gracias a la ondulación de las líneas verticales y a la práctica inexistencia de horizontalidad, extrañamente vivos, como diseñados en la ilusión del movimiento, resulta mágico, tranquilizador, gratificante.

Merced a esta muestra, Sástago avanza un paso más, como se ha propuesto su responsable cultural, Cristina Palacín, en una referencia obligada de las vanguardias históricas.

*Escritor y periodista