Alejó el balón cuanto pudo e inmediatamente se tiró al suelo. Durante unos segundos que parecieron minutos permaneció allí inmóvil, boca abajo, cuerpo quieto solo azuzado por unos pequeños y rabiosos movimientos de su pierna izquierda. Seguramente maldiciendo su infortunio. Mientras, en cuclillas, Diego Rico le acariciaba cariñosamente la cabeza y Rubén, lejos de ambos, advertía al banquillo de que había que cambiar al goleador. Entonces Borja se incorporó. Primero con la cabeza agachada, luego con la cara al frente. Todos lo pudimos ver. Bastón, el hombre que lleva 22 goles con el Real Zaragoza, uno de los responsables directos de que el equipo haya llegado hasta aquí tocando el playoff con la yema de los dedos, de que ayer presentara su formal y seria candidatura al ascenso en Valladolid con el mejor partido de la temporada, estaba llorando.

Era el minuto 71 y Borja no sabía cuál podía ser el alcance de la lesión. Solo lo intuía mientras en su cabeza se arremolinaban pensamientos negativos, especialmente la posibilidad de perderse la recta final de la temporada, el momento decisivo y el más bonito y excitante para un deportista. Borja lloraba como un niño camino de la banda. Sin consuelo. Un hombre derrumbado por la mala pata. Lloraba por tener que irse, por temor, tan natural y humano, por el miedo a perderse la promoción y por no poder seguir sudando la camiseta del Zaragoza. Después de tanto tiempo con plantillas pasajeras, impersonales y sin ningún significado para el aficionado, el zaragocismo lloró con Borja y lo acunó junto a su corazón para darle alivio. Un jugador del Zaragoza sufriendo sobre el césped. Un detalle pequeño pero revelador de un cambio profundo. Las lágrimas de Borja señalan el camino.