Después de la calamitosa trayectoria de la pasada temporada y de aquel «no quiero pillarme los dedos con Agné, que luego igual le hacemos un monumento», y se los pilló porque poner ahí la mano era perder algún dedo con toda certeza, Lalo Arantegui comprendió que iba a tener que renovar por completo la primera idea con la que llegó al Real Zaragoza. De la transición que había preparado a la revolución que está terminando de culminar estos días en un proceso sorprendentemente rápido y calculado. Un buen director deportivo no tiene días de fiesta, defiende con vehemencia el propio Lalo, y desde su llegada en febrero hasta ahora bien pocos ha disfrutado.

El resultado de su obra es un nuevo Real Zaragoza prácticamente construido a 18 de julio bajo unas directrices nítidas: celeridad, anticipación, juventud, hambre, complementariedad y, sobre todo, y esto es lo que llama la atención, con un innovador espectro de apuestas de autor. Jugadores de aquí y de allí, de Suiza, de Georgia, de Portugal, recién descendidos a Segunda B, canteranos, otros sin experiencia en Segunda, pocas realidades pero muchos proyectos atractivos.

No cabe duda que este Zaragoza lleva el nombre y los apellidos de Lalo. Es su proyecto, absolutamente personal. Si de esta aventura, ejecutada con asombrosa técnica, sale bien parado, el fútbol español habrá descubierto a uno de los directores deportivos del presente y del futuro. Si patina, lo que estará en entredicho será su propio futuro.