Hay dos tendencias de los gobernantes que permanecen inalterables desde el Renacimiento. La primera de ellas es comprobar lo fácil que resulta recaudar más dinero a base de subir los impuestos, y la otra es afirmarse en la ingenua creencia de que para cambiar las costumbres de una sociedad no hay mejor remedio que promulgar unas leyes. Es difícil que un gobernante, sea de derechas o de izquierdas, ante un complejo problema no llegue a la conclusión de que eso, con una normativa adecuada, encuentra la solución en cuanto aparezca publicada en el Boletín Oficial del Estado. Así lo creían los Reyes Católicos, Carlos III --que contempló el llamado motín de Esquilache-- y así lo creen los gobernantes de los siglos XX y XXI. Sin embargo, los cambios sociales no se producen con la misma rapidez que se redactan las leyes, y buena prueba de ellos es que, a pesar de los esfuerzos legislativos, ni ha disminuido el número de mujeres asesinadas por maridos, amantes, novios y compañeros, ni las víctimas por accidente de carretera se reducen en la proporción que cabría esperar de una campaña publicitaria gigantesca, que pagamos a escote los contribuyentes, que logra que nos sentemos al volante completamente acojonados, y que, a la postre, no logra cumplir los objetivos de que, tras cada fin de semana, se celebren menos funerales. Deberíamos reflexionar sobre unas estadísticas que nos explican que las leyes no hacen mella, ni en los brutos, ni en los insensatos. No es que no se deban promulgar leyes, pero está claro que no es suficiente de no existir un claro y profundo rechazo social al bruto y al insensato. De aquellos es más difícil saber, porque ejercen la tortura en la intimidad de sus hogares-infierno, pero los majaderos y los estólidos al volante saltan a la vista, y no siempre por la demonizada velocidad. Basta un corto viaje por carretera para darse cuenta de que casi la única vigilancia --y la menos complicada-- es la de la velocidad.

Periodista y escritor