El día de Navidad del año 800, Carlos --conocido como Carlomagno-- fue a la iglesia ataviado con un largo vestido blanco, una capa roja y unos zapatos romanos. Toda la misa estuvo postrado ante el altar. Muchos francos formaron tras él con sus armas. La capilla de Letrán estaba atestada de gente. Terminada la misa, el papa León III se acercó y le puso sobre la cabeza una corona. Entonces el pueblo aclamó a Carlos como emperador. Con aquel acto pareció que renacía el Imperio Romano, desvanecido el 476 tras las invasiones germánicas, dando paso a una época oscura en la que las guerras asolaron Europa. Sólo la Iglesia preservó la memoria del Imperio, de modo que Roma siguió siendo el centro del mundo occidental. Es cierto que los invasores germánicos erigían reinos en las antiguas provincias, pero estos reinos eran cristianos. Carlos unió, bajo la corona de los francos y como continuador de Roma, los diversos pueblos germánicos, dotando a sus tierras de idénticas bases jurídicas, religiosas y culturales, y facilitando un desarrollo político y social similar, que alcanzó hasta las llanuras del norte de la Península Itálica y hasta los confines de la Marca Hispánica.

No es muy distinta la situación actual. El núcleo duro de la Unión Europea sigue siendo franco-germánico, mientras que existen otros dos ámbitos que, siendo plenamente europeos, miran más hacia el Oeste, hacia América: las Islas Británicas y la Península Ibérica. Alemania, por el contrario, mira hacia el Este, a través de la llanura polaca, y se proyecta hacia Oriente descendiendo por la cuenca del Danubio. En todo caso, lo que de verdad aglutina este mosaico europeo son unas raíces culturales comunes, de las que forma parte destacada la tradición cristiana. Por eso puede decirse que a Europa le sucede algo parecido a lo que le ocurría a aquel personaje de Moliere que hablaba en prosa sin saberlo: Europa es cristiana aunque no lo diga. Por eso tiene sentido que hoy les desee a ustedes una feliz Navidad.