Volver a leer estos días que en el Tratado de Roma sobresalía la premisa de establecer «una unión sin fisuras entre los países europeos» provoca primero la risa y después una profunda desazón. 60 años justos después hay muy poco que celebrar, y no solo porque el brexit haya puesto a muchos frente al espejo de su propio fracaso. Aquel fue un proyecto concebido, dirigido y desarrollado por élites, orientado hacia una integración tecnocrática que ha terminado padeciendo «una deficiencia democrática y emocional», como observa el investigador Chris Terry. Unieron las economías y se olvidaron de la gente.

El neoliberalismo imperante no tiene más intención política que la que se desprende de la voracidad de los mercados, es una patada a seguir, donde cada Estado «se dedica a seguir tirando, sin desarrollar ninguna perspectiva de configuración futura», según la autorizada opinión del sociólogo Jürgen Habermas. Un sistema que, especialmente desde el 2008, ha enterrado los restos del «modelo social europeo» y ha agrandado la brecha entre ricos y pobres. Para colmo, si no ha tenido más repercusión en las urnas pese a la indignación y al descontento general es porque todavía «el miedo gana a la cólera», como apunta el historiador Perry Anderson.

Si bien la política es el único vehículo para reconfigurar los cimientos de nuestra vida social común, «siguen aumentando las crisis sin resolver» (otra vez Habermas). Y obviamente no ha ayudado que todo un presidente del Eurogrupo, el supuesto socialdemócrata Jeroen Dijsselbloem, quizá escocido por la posibilidad de dejar de ser ministro en su propio país ante el descalabro electoral de su partido, haya arremetido contra los países del sur. Más allá de lo inaceptable de sus insultos y de la frivolidad de ampararse en la calvinista «franqueza holandesa» en su tibia justificación, el hecho de que aún permanezca en su cargo no solo no marca distancia con el discurso populista nacionalista de Le Pen y otros, sino que más bien lo complementa y lo refuerza.

Unos, porque se aprovechan de la irritación emocional que produce la desesperanza, otros porque nunca han creído en la democracia representativa y sí en el producto tecnocrático elitista de Jean Monnet, uno de los padres fundadores, lo cierto es que para quienes vendieron aquella moto de la «Europa de los pueblos» y la idea de que la interdependencia reduce el conflicto, el proyecto se resquebraja. Hoy, todos los caminos se alejan de Roma. H *Periodista