De nuevo, un año más, la calle se viste de gala y los libros saltan fuera de su retablo para encontrarse con un público amigo. La complicidad entre autor y lectores les envuelve en una hermosa aventura, la aventura de la vida. Desde épocas pretéritas, el hombre ha necesitado comunicar sus emociones, sus sentimientos; ya en los albores de la humanidad, el contador de historias reunía a un coro enfebrecido y anhelante por absorber las hazañas que aquel relataba, mediante las cuales se perpetuaba una forma singular de contemplar el mundo que los rodeaba. Llegó la imprenta y los cuentacuentos fueron testigos de una gran expansión narrativa que los situó fuera del tiempo. Los libros, desde entonces, han sido el principal factor de divulgación científica y cultural, de entendimiento y comprensión; traducidos a diversas lenguas, derribaron la torre de Babel e hicieron del conocimiento algo cotidiano.

Los libros nos acompañan en la soledad, permanecen en nuestras manos tanto tiempo como deseemos, sacian la sed del espíritu y nos trasladan más allá de nuestras fronteras físicas en un vuelo cuyo único límite es la imaginación. Hay un libro para cada lector y para cada momento, pero no todos libros sirven para todos los lectores ni en todas las ocasiones. Se impone, pues, una elección. La Feria del Libro proporciona una excelente oportunidad para hurgar entre miles de tomos cuyas páginas hojear ante la mirada complacida de autores, editores y libreros: hagamos de estos días una fiesta, la fiesta del libro. Y no olvidemos a los autores de esta Tierra, tantas veces ignorados por las instituciones y que, alejados de los cardinales núcleos editoriales, tampoco cuentan con el respaldo de los grandes emporios.

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