Cuando durante años un país como España se ha dedicado a construir más pisos que Italia, Alemania y Francia juntas, no era necesario tener un máster en Economía para deducir que, tarde o temprano, acabaría comiéndoselas. El Instituto Nacional de Estadística acaba de poner negro sobre blanco los datos que ilustran el problema: durante el mes de enero las ventas de vivienda en nuestro país cayeron un 27% de media y, en algunas comunidades, el descenso llegó al 40%. Constatada hace tiempo la monumental evidencia sobre la existencia de una burbuja inmobiliaria, el debate se centraba en saber si se iba a desinflar suavemente o si iba a pinchar, si el aterrizaje desde la estratosfera iba a ser suave o brusco. Las cifras confirman los peores pronósticos.

En los últimos años, millones de familias han tenido que revisar con lupa su balance de ingresos y gastos para medir la resistencia de su cuello financiero a la soga hipotecaria. Apuraron al máximo y cuando se hizo trizas el espejismo de los tipos baratos, aquellos que, nos decían los bancos, nunca iban a subir como subieron en otros tiempos, comenzaron a llegar los problemas. Pero ha sido cuando algunas grandes inmobiliarias cierran o sortean la quiebra, y comienzan a sonar señales de alarma en el sector bancario, cuando el problema se ha hecho visible. No supimos de ellos en tiempos de bonanza. El problema no es que llegue el lobo, si no que durante mucho tiempo se ha regado el camino de ovejas marcando el rastro al depredador. Se acabó el chollo y ahora habría que pedir explicaciones a quienes nos condujeron a la trampa. Quienes hicieron multiplicar los precios de la vivienda para alimentar su usura, quienes nos convencieron de que hipotecarse era ahorrar, quienes nos obligaron a llegar a los límites del endeudamiento porque eso era una buena inversión, quienes fabricaron en nuestra mente la ficción de que un piso carísimo a un interés bajo era barato. Pero olvídense. Esta ronda, como otras, la pagaremos los mismos. Periodista