La nostalgia y la emoción que embargan a quienes han de abandonar su tierra natal fue magistralmente descrita por Jesús Moncada. En Aragón, desde Ainielle a Mequinenza, hay muchos caseríos que duermen bajo las aguas de un embalse o, simplemente, fueron engullidos por la maleza, pero cuando un pueblo se pierde, también se desvanece la identidad y las raíces de quienes lo habitaron.

Nunca fue fácil la vida en un pequeño núcleo de población, donde apenas llegaban los servicios más elementales; esforzados médicos recorrían antaño largos trayectos en un entorno desertizado para paliar en lo posible las carencias sanitarias; hoy eso es impensable, no ya en localidades de menor entidad, sino cuando ni siquiera localidades de la importancia de Jaca, antigua capital del reino de Aragón, o Alcañiz, difícilmente llegan a cubrir las plantillas de sus hospitales comarcales.

Cumplido el ciclo laboral, a muchos de nuestros mayores les gustaría regresar a su lugar de origen, si todavía existe, claro; pero más de uno no se atreve, precisamente por la imposibilidad de la asistencia debida en caso de urgencia. Por desgracia, las cosas tampoco están todo lo bien que debieran en las grandes capitales, estas sí, dotadas de una infraestructura de salud, que con sólidos argumentos para ello presume de eficacia. La demora en la atención especializada y las tristemente famosas listas de espera, tan presentes como ocasionalmente enmascaradas, obran en contra de un servicio cardinal que se resquebraja con lamentable persistencia, a pesar de la voluntad e implicación de excelentes facultativos. Para algunos, la ansiada cita llegará demasiado tarde, terrible e implacable resolución de sus dolencias y grave preocupación para quienes se encuentran en situación de espera.

*Escritora