La igualdad de género tiene todavía mucho de entelequia, a pesar de los indudables avances logrados durante las últimas décadas. Ciertamente, hoy es impensable denostar la capacidad femenina para afrontar cualquier tarea o desempeñar cualquier profesión, incluso del más alto nivel directivo tanto en la esfera empresarial como en la política; sin embargo, la indómita realidad muestra una brecha persistente entre la proporción de mujeres que acceden de forma efectiva a elevados niveles de responsabilidad, siendo también su remuneración reiterada y significativamente inferior a la de sus homólogos masculinos. Así mismo en el mundillo de las artes y en el área que mejor conozco, la literatura, persisten viejos prejuicios arraigados en tiempos pretéritos, cuando el papel de la mujer se limitaba al de musa inspiradora. De todo ello, el dedo vindicatorio tiende a señalar al hombre, al machista recalcitrante, convicto de que media humanidad padezca el peso de una despiadada y enorme losa. Pero... ¿cómo se genera tan pertinaz desafuero?

En pocas ocasiones se habla del papel de la propia mujer consolidando e incluso estimulando una tradición secular que, realmente, nace y se cultiva en el hogar, con su representación masculina como testigo acomodado que observa imperturbable la distribución de tareas domésticas y la asignación de privilegios que conculcan los derechos de las niñas en favor de los varones. Más tarde llegarán, claro, las zancadillas de la trayectoria profesional, consentidas cuando no propiciadas por las propias compañeras, y otros males mayores que, realmente, se engendran en una falaz competición de géneros como sustitución de la paciente labor integradora e igualitaria que debiera ejercerse en el propio seno familiar. H *Escritora