Hemos aceptado como normal, por frecuente, que los vecinos nos llevemos mal. No importa de qué clase de vecinos se trate, el fenómeno abarca desde los más próximos, los del rellano, escalera o urbanización; pasando por los del pueblo de al lado; hasta los de países o zonas geoestratégicas limítrofes. Pocos entornos más hostiles que una reunión de la comunidad de propietarios. Las malas relaciones vecinales generan siempre resentimiento. En ocasiones acaban mal y a veces muy mal. Las guerras han sido tradicionalmente entre países que comparten frontera, las grandes pugnas tienen como protagonistas a sujetos ligados por estrechos lazos de convivencia y a menudo, la violencia con que estalla el conflicto es directamente proporcional al grado de intimidad previa al mismo.

EL MUNDO GLOBAL y la civilización han ampliado el concepto de vecindad, pero también han hecho más complejas las relaciones. Todo un universo de matices y sutilezas se esconden bajo la aparente calma que precede a la tempestad. La política es el arte de limar asperezas para evitar que el conflicto se desencadene y para encontrar soluciones de compromiso donde no es posible el acuerdo pleno. El aberrante ejercicio actual de la política se limita a ocultar bajo lujosas alfombras los puntos de desacuerdo y olvida que siguen ahí, intactas las desavenencias y crecientes los rencores.

Una pequeña ficción:

He olvidado cuándo empezó, en qué momento de nuestra ya dilatada convivencia vecinal comenzamos a odiarnos. Quizá fue así desde el principio, cuando ella compró el tercero segunda y llenó el balcón de flores, de un modo insultante y abusivo; tan despótico y desproporcionado en la armonía, como otros lo son en la barbarie.

Lo único seguro es que nuestro odio es mutuo, siempre lo ha sido. Empezara cuando empezase nuestro desprecio es rabiosamente recíproco y no parece tener límites conocidos.

Ella, mi vecina, lo manifiesta de un modo sutil, con esa coherencia matemática de las mentes obsesivas. Yo, sin embargo, no me resisto a mostrar con vehemencia mi aversión, y debo reconocer que mi última ocurrencia ha sido excesiva, casi concluyente.

Somos personas civilizadas y exteriormente fingimos una cordialidad que no alcanza a ocultar del todo nuestras inclinaciones más montaraces, las que nos llevarían, en unas circunstancias distintas y si los intereses en juego fueran de mayor enjundia, a hacer todo lo posible para expulsar al otro de nuestro territorio, aunque para ello tuviésemos que llegar a la aniquilación, a la eliminación física, precedida o no de tormento.

Hace algunas semanas, mi vecina del tercero segunda llamó a mi puerta para regalarme, con su hipócrita sonrisa pintada en la cara, unos hermosos tiestos con flores de temporada. Se excusó alegando que le sobraban, que los había adquirido en exceso y que ya no cabían en su terraza. Pero el detalle no era en absoluto altruista, muy al contrario, era un claro atentado contra mi libertad y buscaba del modo más ruin paliar la voluntaria fealdad que mi agreste balcón infringe a nuestra común fachada.

En los días siguientes, mi adorable vecina se afanó en darme todo tipo de consejos e indicaciones sobre los cuidados que debía procurar a mis nuevas inquilinas. Perversamente, yo simulaba que atendía a sus explicaciones, creo que incluso le hice algunas preguntas con la deliberada intención de hacerle creer que me interesaba por la jardinería.

Todo era falso, pura pose y convención. Al poco tiempo las plantas acusaron mi absoluta indiferencia y se secaron sin remedio, añadiendo a mi terraza, con su mustia presencia, un delicioso plus de desolación.

ESTABA YA DECIDIDO a deshacerme sin piedad de las macetas, cuando aprecié unas pequeñas matas surgiendo a duras penas de las entrañas de la tierra cuarteada, como esas obstinadas herbáceas que crecen contra todo pronóstico en las ciudades, abriéndose paso en los más inverosímiles intersticios del asfalto o en las grietas de las fachadas.

Convencido de que mi vecina las habría arrancado inmediatamente, con esa seguridad algo fascista de quienes creen hallarse en posesión de la verdad, empecé a regarlas con mimo y a gozar íntimamente de su pujante y maligno verdor.

Desde entonces, nuestros encuentros vecinales están llenos de silencios de reprobación y de frías miradas de venganza. En mi balcón crecen sin freno, hermosas e imprevisibles, las malas hierbas; y mientras ellas se elevan inundándolo todo, el odio de mi vecina madura lentamente e invade el aire que respiramos, con la certidumbre de las peores amenazas.

Escritor