El único consuelo es que no soy el único de mi oficio que vuelve de las vacaciones para sumergirse en una actualidad deprimente e indeseable. Numerosos colegas míos pasan por lo mismo. Imaginaron tal vez que, consumido agosto, no tendrían que comentar de nuevo el desquiciante y desquiciado conflicto en Cataluña ni las clamorosas limitaciones de una clase política hundida en la más absoluta mediocridad ni las peligrosas bravatas de Kim y Trump. Pero, bueno, era tontería hacerse ilusiones. Y más si habías iniciado la partida justo cuando los yihadistas arrasaban la Rambla y luego te habían llegado los ecos de las acciones y reacciones posteriores, el inevitable forcejeo entre nacionalistas (catalanistas y españolistas), ajenos al dolor de las víctimas y empeñados en convertir su sangre en munición para el demencial tiroteo retórico que mantienen de manera obsesiva.

Cada día tengo más claro que lo de Cataluña no tiene otra salida que un referendo consensuado y formulado de acuerdo con normas de claridad democrática. Pero Rajoy no está por la labor (parece ser que Sánchez tampoco), y las distintas sectas soberanistas de ninguna manera quieren otra cosa que no sea imponer su alucinante proyecto mediante métodos previamente trucados.

Comparado con todo ello, con la propia amenaza yihadista o con la exhibición por parte del monarca norcoreano de su bomba de hidrógeno (que ojalá fuese, como parece, un inocuo barril de Ambar), la política aragonesa parece una cosa simpática y baladí, casi un chiste. Revueltas sobre sí mismas, las izquierdas van a elegir sus nuevas/os jefas/es al alimón. Eso de que el PSOE y Podemos hayan convocado sus respectivas primarias el mismo día, 8 de octubre, recien iniciadas las fiestas del Pilar, se me hace una coincidencia enternecedora. Frente a tal rebatiña, la derecha (sea el PP o su segunda y tercera marca: Ciudadanos y PAR) solo corre el riesgo de excederse en su triunfalismo y meter la gamba como hizo Eloy Suárez tras la masacre de Barcelona-Cambrils.

Al tajo. Para eso me pagan.