El Vaticano es muy escrupuloso cuando le presentan un informe que habla de beatificación. Hoy debería de hacer una excepción y poner a la Guardia Suiza haciendo el pasillo al Real Zaragoza para santificar por consenso a sus jugadores, directamente a la canonización, sin tanto playoff protocolario. El martirio que soportaron en Valladolid los chicos de Ranko Popovic fue un espectáculo de fe deportiva, aliñada con el sacrifico de gran parte de su columna vertebral, los lesionados Mario, Basha y Borja. El árbitró echó al conjunto aragonés a la parrilla con un penalti chivado por su juez de línea y el azufre de la derrota roció su destino según se fueron menguando las fibras y los huesos de sus jugadores principales. Pese a cabalgar en la desgracia, el Real Zaragoza jamás se cayó de una montura al rojo vivo. Por primera vez en la temporada hizo fútbol auténtico, sin conservantes ni colorantes, con una respuesta majestuosa en todos los escenarios dantescos que se fueron sucediendo. Con la bella victoria se ganó la promoción de ascenso, pero puede que tanta crucifixión le deje a las puertas del cielo.

Es lo que tiene la juventud (el equipo más bisoño de Segunda tras el Barça B). Muy vulnerable en su falta de experiencia, el día menos pensado saca la vena arrebatadora y descarada. Ese día era ayer. Contra un enemigo de muchos más recursos y en disposición de dejar de ser un okupa en el palacio de la sexta plaza que ha sido su hogar durante casi todo el curso, utilizó la pelota para emocionar y emocionarse, sin perder la compostura. Madurez táctica, lectura correcta de cada intervención, cooperación familiar... y Jesús Vallejo.

El minotauro

El central procede de la mitología. Solo así es comprensible que con 18 años corra el campo cual minotauro, arrastrando tras de sí una bola de fuego incombustible a cualquier tipo de desaliento. Embistiendo con puntual acierto en defensa y en ataque. Se puede asegurar que los tres goles nacieron en su desbordante ambición; se puede afirmar que no de dejó una mota de peligro sobre la alfombra del área propia. Todo con la sencillez de quien dota a lo fantástico de absoluta normalidad.

Irreconocible por la hermosura de la capacidad de reconstruirse a cada latigazo, de lo se le suponía desposeído hace apenas cinco días, el Real Zaragoza, salvo cruel castigo bíblico, logró en Pucela un objetivo que perseguía a regañadientes, con menor entusiasmo que gran parte de su afición. Peleará por el ascenso, aunque demasiado pendiente de la enfermería y de posibles bajas excesivas para este tramo de la competición, que exige una salud intachable. Morir en la orilla por falta de fuerzas no sería un deshonor, si bien se antoja que a esa fase no acudirá como mero invitado.

El equipo aragonés se ha defendido de sí mismo y de sus perseguidores, amables hasta la saciedad, para conseguir la última plaza con premio. La temporada ha resultado tortuosa, por momentos insoportable hasta el pasado miércoles con esa derrota contra el Mirandés que hizo volar toallas en señal de rendición. Por un punto en Valladolid se vendían almas. Y en la antepenúltima curva, el utilitario se transforma en un Jaguar a estrenar. Pincha tres veces, le ponen aceite en el asfalto y, sin embargo, alcanza la recta final con el motor rugiendo.

El Vaticano debería de ahorrarse trabajo. Con una calidad eternamente en entredicho y su generoso rosario de limitaciones, este Real Zaragoza ha obrado un milagro. Ayer, además, entregó a tres de sus mejores discípulos. Qué más se le puede pedir a un mártir para alcanzar la santidad. ¿Otro milagro? Por qué no tan cerca del cielo.