Como no había calculado bien al hacer la maleta, hace unos días tuve que meterme en una tienda de una cadena que vende medias y calcetines. Me costó entrar en el local porque los bajos de la música a todo volumen me golpearon en la cabeza ya al acercarme a la puerta, pero los pies habían decidido que tocaba comprar unos calcetines y me arrastraron hacía el interior, donde quedé envuelta en una nube de sonido que me emborronó la vista y me dejó parada buscando orientación. En ese momento, detrás de un expositor de leggins apareció una vendedora y me preguntó si podía ayudarme, o algo parecido, supongo. La ventaja de las frases que se repiten siempre en un contexto idéntico es que no necesitas escucharlas. A veces ni oírlas. Me lo demostró una vez un amigo que en un bar muy ruidoso pidió al camarero un «jusmón» y al poco señalaba triunfal tras esa prueba empírica la botella de Trinaranjus de limón que este le dejó en la mesa.

En la tienda de calcetines, creí entender que la vendedora me ofrecía su ayuda gracias a que era lo de esperar en esa situación. Aunque podría haber dicho cualquier cosa; de todos modos yo le habría gritado que quería dos pares de calcetines negros.

La vendedora me hizo un gesto y la seguí con la obediencia que otorga el aturdimiento. Llegamos a un expositor que estaba justo al lado de uno de los altavoces. Me señaló unos calcetines. Le repetí que los quería negros y ella me dijo algo acerca del grosor y de una oferta por la que podía llevarme cinco pares por el precio de dos. El ruido era muy molesto. Las reglas de la cortesía verbal me llevaron a emplear una forma indirecta para expresarlo: señalé el altavoz y le pregunté «¿Cómo aguantas tanto ruido?». Es evidente que con esta, en realidad más bien hipócrita, preocupación por su salud auditiva pretendía manifestarle mi malestar, pero ella se limitó a encogerse de hombros y a decirme «Con el tiempo te acostumbras».

Mientras empezaba a preocuparme de verdad por su oído y le auguraba una sordera inminente, ella me volvió a hablar de la oferta y me mostró todos los colores posibles. Repetí que solo quería dos pares de calcetines negros, mientras ella me enseñaba unos de color burdeos. Los cogí. Los dedos de los pies se me movían al ritmo de la batería al que también parecían seguir las vueltas que la mano de la vendedora daba al expositor: bur-de-os-ma-rrón-ne-gro-gris-os-cu-ro-a-zul-ma-ri-no-bur-de-os...

La cabeza me pedía que insistiera, que tenía que expresar cuánto me molestaba ese nivel de sonido. Otra vez la dichosa cortesía me obligó a recurrir a una expresión indirecta, si bien menos que la anterior: «¿Cuánto has dicho que cuestan? Es que con tanto ruido no me he enterado». El comentario fue debidamente ignorado, lo que no era de extrañar, ya que la pregunta era mucho más relevante. Me dio el precio y la mente se desentendió de los oídos torturados y se entretuvo en calcular si realmente valía la pena la oferta. Una operación tan simple y satisfactoria que, mientras la cantante me clavaba en las orejas un punzón acústico hecho de agudos desaforados, los ojos y las manos ya se habían aliado para elegir los colores que acompañarían a los dos pares de calcetines negros que me habían arrastrado hasta allí.

Con cinco pares de calcetines en la mano, me dirigí hacia el mostrador para pagar. Me alejaba de un altavoz, pero caía en el radio de otros que acechaban en las esquinas y en el techo con aspecto de inocentes cubos blancos. Mientras la vendedora de la caja me cobraba, intenté una vez más mostrar mi malestar. Otra estrategia, manifestar lo que se siente pero de un modo impersonal: «La música está muy fuerte. Es muy molesta». La vendedora me miró con gesto serio. Estaba claro que había entendido que lo que quería decir era «la música me molesta», pero mi propia formulación le permitía una respuesta evasiva. «Pues está dentro de los límites que marca la ley». Me dio el cambio y se dio media vuelta.

Salí. Con cinco pares de calcetines. También un poquito más instruida (no digo «sabia» porque el relato de cómo gracias al aturdimiento musical acabé comprando más de lo que quería demuestra lo contrario), con el conocimiento de que la cortesía verbal, con todas sus estrategias indirectas para evitar ser agresivos, tal vez sea muy útil para la convivencia, pero a veces es un impedimento para decir las cosas no más alto, sino más claro. !Quitad esta mierda de música que me molesta y no me deja pensar! H *Escritora