De lo que me escriben y me cuentan personas muy diversas deduzco que hay bastante gente sumida en la ingenua alienación de los creyentes. Gente, se comprende, que cree de buena voluntad en lo que le enseñaron, en lo que le cuentan... en todo aquello que ha de creer porque, en caso contrario, debería afrontar la vida sin esa dulce patología del pensamiento que llamamos fe.

Me refiero a quienes tienen la seguridad de que la ley posee una versión incontrovertible y un valor absoluto. A quienes piensan que se respeta y protege el interés de la mayoría, que se lucha contra las amenazas (terrorismo, narcotráfico y todo lo demás) con eficacia y limpieza, que el mercado ordena la economía con transparencia y buena lógica, que el sentido común predicado por Rajoy es algo más que un falso concepto de argumentario.

En el otro lado están los convencidos de la bondad intrínseca de los de abajo, de los marginados y de aquellos que utilizan los clichés izquierdizantes y dicen luchar contra el sistema... Los dispuestos a disculpar cualquier desbarre perpetrado por los suyos, a justificar lo injustificable, a despreciar la lógica del esfuerzo, la iniciativa y la excelencia, a negar la evidencia de que la humanidad es plural y no valen los pensamientos únicos, ni siquiera el suyo.

Hemos de suponer que aquellos y estos, tanto personas conservadoras y de orden como partidarios de una nueva sociedad, sufrirían mucho si fueran capaces de captar la realidad tan embrollada que nos rodea. Los sucios pactos en las trastiendas del poder. Las mentiras que permiten sostener robos, masacres y hecatombes. La naturaleza delincuente o sociópata de no pocos líderes (políticos y económicos). La parte más fea de la condición humana. La relatividad de la ley, cuando debe ajustarse a los intereses de quienes mandan. Las malas intenciones recorren la pirámide de arriba abajo, incluyendo a marginados, pobres y presuntos luchadores (ya ven lo de Oxfam).

Una cosa es tener principios; otra muy distinta ser unos primaveras. El escepticismo es muy sano.