La despoblación es un tema recurrente en este país cabezudo en el que la mitad de los aragoneses vivimos en Zaragoza y la mitad de la otra mitad lo desea. Dígase lo que se diga en Zaragoza o en Teruel, que también existe pero menos, mientras los políticos hablan, los ciudadanos comentan y los medios informan, Aragón se despuebla y el Ebro guarda silencio hasta llegar al mar que es el morir. La despoblación es un tema recurrente porque es un asunto mal entendido y un problema muy serio del que se desentienden los malos políticos que no asumen su responsabilidad, los tertulianos que toman la palabra en vano, los medios que venden la información, los «urbanitas» que la comentan y quienes lo padecen solos y piensan como todos.

El éxodo rural es un efecto no deseado de la mecanización de la agricultura. El cultivo artesano ha sido sustituido por otro: la azada por el tractor, los hortelanos por las empresas, el huerto familiar y las lechugas por los forrajes y la alfalfa para los camellos de Arabia.

La despoblación es además un proceso en el que la forma de vida, la cultura tradicional de los pueblos, se ha ido perdiendo. Los que viven en las ciudades están bien donde están y no irán nunca a vivir a los pueblos aunque tengan allí su curro, que no su casa. Los que sí la tienen, los del lugar, son cada vez menos y más viejos. Y quieren vivir como en las ciudades. De hecho hacen lo que pueden para conseguirlo. Las calles se vacían, los vecinos se encierran y pasan más horas sentados delante del televisor que en la puerta de su casa con los vecinos. Salir salen y viajan más que nunca pero encerrados en su coche, hasta para llevar los hijos a la escuela. Los que quedan no quieren ser menos que los «urbanitas»; es decir, no quieren ser diferentes. En este mundo mundial, nos guste o no, las diferencias se arrasan. Y los «ciudadanos» --«urbanitas» al fin y al cabo- compiten para llevarse más de la tarta o empanada que se ofrece en el mercado. Con la despoblación cultural se pierden valores que no tienen precio ni remedio económico. La hospitalidad es uno de esos valores. Salir de casa no es ya bajar a la calle o salir al encuentro sino más bien salir de compras, y estar en casa no es de suyo estar para otros.

Esta semana se publicó en el BOA, según acabo de leer en este periódico, una orden para crear el Índice Sintético de Desarrollo Territorial de municipios y comarcas aragonesas afectadas por la despoblación. Una herramienta necesaria para abordar el problema y diseñar proyectos eficaces al respecto, de acuerdo con la estrategia adoptada por el Gobierno de la comunidad. Eso es lo que se dice en la noticia. Y lo que uno dice y yo me temo, es que este verano no pueda ir a mi pueblo porque me lo han cambiado y ya no existe.

Vivimos en un mundo si no hostil al menos poco hospitalario, donde la casa -mi casa en cada caso- es más bien un agujero. O un saco como la piel que envuelve el cuerpo, y cada quien en el suyo. Este individualismo duro, encerrado como una piedra, es un escándalo: es la bola de cada uno, o la bala. Hay excepciones, faltaría más. Pero no es la soledad solidaria lo que más abunda. Si en los pueblos hubiera más hospitalidad habría más vecinos y más habitantes. No habría tantas casas vacías y huertos sin cultivar. Cuando yo era niño había en cada pueblo un cura que tenía un huerto y una casa. Hoy faltan curas. ¿Qué se ha hecho de las casas y los huertos? ¿qué se podría hacer? ¿acoger a los emigrantes y predicar al menos con el ejemplo?

ESPAÑA ES la que ha respondido mejor al reto de la inmigración con diferencia notable en lo que va de año, lo que nos honra. Pero insistir en el problema demográfico y de la despoblación del territorio no tiene sentido en las actuales circunstancias. Si la natalidad desciende y los pueblos se despueblan, ¿por qué no recibir a más emigrantes?

Por cierto, los necesitamos para mantener la actividad agrícola y ganadera en los pueblos. Para cuidar a viejos y llenar de niños las escuelas. Y para aprender de ellos. Los hay ciertamente de calidad, por supuesto. Como aquel desconocido que me sacó de apuros en la tienda cuando iba a comprar una sandía. El tendero no tenía cambios y yo llevaba solo un billete de 50 euros. El negro se adelantó, pagó y me llevé la sandía gratis. Ni siquiera quiso los cincuenta céntimos sueltos que sí llevaba. Iba con dos niños, un tesoro los tres. Y yo un estúpido que se olvidó de preguntar cómo se llamaba. Un abrazo, compañero donde quiera que te encuentres.

*Filósofo