Matemáticas y verano. Durante buena parte de mi vida académica fueron inseparables. El perezoso agosto para mí estaba siempre aliñado con ecuaciones, áreas, integrales, derivadas... Todo hasta que llego 3º de BUP y me divorcié para siempre de las Matemáticas para convertirme en una de esas friquis que disfrutaban estudiando Griego y Latín. Mi torpeza con las Matemáticas llegaba a extremos nunca visto. Un profesor me confesó después de corregir mis ejercicios de verano, requisito indispensable para el examen de septiembre, que no había resuelto ni uno. De los cien. Antes de aprobarme me hizo jurar que nunca estudiaría una carrera científica. Lo cumplí. Mi incapacidad para comprender incluso lo más simple llevó a la desesperación a mis dos hermanos mayores. Incluso se aplicó en la labor algún novio bienintencionado, con idéntico resultado. Celebré por todo lo alto el día en que las Matemáticas desaparecieron de mi vida. Ahora sé que no debí celebrarlo. Han vuelto. El verano vuelve a estar lleno de bases por altura, funciones, fracciones... Son algo más soportables que antes, puesto que no soy yo quien debe estudiarlas, sino mi hija, pero igualmente me aguan los planes y me obligan a hacer cosas que no me apetecen. En fin. Una parte de la culpa es mía, o del cóctel de genes que han hecho a mi hija parecida a mí también en esto. Se lo dije hace poco a su tutora. «Pobrecita, ha heredado la torpeza de su madre». Pero me tranquilizó al contestar, con demoledora sinceridad: «Uy, no. Cuesta mucho alcanzarte en ese aspecto. No te preocupes: tu hija es mejor que tú». H *Escritora