L a muerte repentina de la exalcaldesa de Valencia Rita Barberá ha devuelto al primer plano de la actualidad el tratamiento judicial, político y mediático que se da a la corrupción, con sus excesos y sus defectos. La conclusión, 72 horas después del fallecimiento, es elocuente: se ha avanzado mucho en el abordaje de este asunto crucial para la regeneración democrática que precisa España, pero queda otro tanto, o más, por hacer.

El inesperado óbito de la hoy senadora autonómica quebró la normalidad política recién recuperada en este año sin actividad parlamentaria, al producirse en un contexto y en un escenario muy concretos. El cuerpo de la hoy senadora autonó- mica yacía en la habitación de un hotel a pocos metros del Congreso de los Diputados en el que se alojaba, apenas 48 horas después de declarar como imputada en el Tribunal Supremo y unos minutos antes de comenzar la sesión de control al Gobierno. Las horas que siguieron al fallecimiento son de todos conocidas: golpes de pecho de los dirigentes del PP, arrepentida la cúpula del extrañamiento de Barberá en el grupo mixto de la Cámara Alta; ridículo ético de Podemos en su afán trasgresor por no respetar el silencio solicitado en la Cámara, y exacerbación de ese vertedero de odio y bajas pasiones en el que se están convirtiendo las redes sociales, colonizadas por los excesos de una minoría de usuarios cargados de odio.

Pues bien, aunque sea de perogrullo recordarlo, no está de más recordar que la única manera de conseguir un tratamiento maduro de la corrupción es un pacto que concierna a todos los actores implicados. Respecto de la legislación y la justicia, urge una clarificación del Código Penal, reduciendo los tipos delictivos, y sobre todo unos juzgados dotados de los medios suficientes para perseguir los casos a medida que sean denunciados o se conozcan. Si realmente existe un principio de inevitabilidad de la corrupción, la única manera de perseguirla cuando se manifiesta es contar con las herramientas y con los protocolos suficientes para combatirla. En pocas palabras, más fiscales anticorrupción, más unidades especiales de las fuerzas de seguridad del Estado (Udef, Blanqueo...) y mayor coordinación entre los órganos jurisdiccionales y el resto de la Administración, especialmente la Agencia Tributaria. Con escuchar a los cientos de funcionariso que se emplean en estos menesteres y atender sus peticiones sería suficiente, en un primer escenario.

Los procesos por corrupción se dilatan de manera exasperante, y una justicia que no es rápida no es justicia: beneficia a los culpables del cumplimiento inmediato de las penas a las que acabarán siendo castigados mientras penaliza a los inocentes que tienen que pagar una pena infamante de vergüenza pública sostenida en el tiempo. Un ejemplo en Aragón es el mayor caso de corrupción juzgado y condenado hasta la fecha, el del ayuntamiento de La Muela.

Es conveniente recordar también la dimensión social de la corrupción, que tiene un componente moral básico dentro de una escala de valores y de comportamientos comúnmente aceptada. Lo que para unos puede representar un comportamiento corrupto, para otros no lo es, e incluso pueden producirse comportamientos que para una parte de los ciudadanos sean corruptos y para otros no. Del mismo modo, hay muchas maneras de corromperse. Tienen que ver básicamente con la capacidad potencial de hacerlo, porque la corrupción política no deja de ser una extensión de la propia corrupción humana. Inflingir las reglas es no hacer los deberes o meter la mano en el monedero de mamá, pero no es lo mismo. En pocas palabras, hacen falta reglas y convicciones sociales que conduzcan a un reproche social nítido y claro de las conductas corruptas, desde la socialización misma.

La única manera de arrinconar la corrupción no pasa por las componendas coyunturales de los políticos, sino por las convicciones sociales para denunciar comportamientos desviados, contando con los medios adecuados para perseguirlos en caso de que se produzcan. Da igual que nos entretengamos culpándonos los unos a los otros, buscando el momento exacto en el que hay que apartar a los cargos pú- blicos de sus responsabilidades, llamando el portavoz conservador Hernando hienas a los periodistas por la mala conciencia del PP tras haber echado a la exalcaldesa, o defendiéndonos corporativamente los medios de comunicación de la aplicación de «penas del telediario» que a mi juicio son más responsabilidad de Facebook o de Twitter que de periódicos, radios o teles. Enterrada Barberá, el problema continúa.